Experiencias

La vida teje una red que nos atrapa sin darnos cuenta y no permite que nos libremos de ella tan fácilmente.

           Aquella tarde Isabelín salió con sus amigas para ir al cine, daban una de James Bond y no querían perdérsela. Habían estado dos meses intentando convencer a sus padres para que las dejasen ir solas y al final lo habían conseguido. Ir sin carabina iba a ser una experiencia inolvidable.

           Riendo iban por la acera mientras Luisita les contaba su experiencia con Mario. Le había puesto la mano bajo su falda y había intentado tocar sus intimidades, a lo que ella, haciéndose la ofendida, había respondido propinándole una solemne bofetada. Todas sabían que a Luisita le agradaba este muchacho y que, a poco que él hubiese insistido, ella se habría dejado manosear, pero resultó que el compungido chaval, ante tal reacción, huyó con el rabo entre las piernas.

           Carmencita les confesó que su madre estaba siempre pendiente de ella, vigilándola de cerca. Lamentaba no poder tener una vivencia como la de Luisita. Así que, en cuanto tuviese la más mínima oportunidad para experimentar todas aquellas cosas, no pensaba darle una bofetada al chico, ni mucho menos. Era de conocimiento público que su madre se había casado embarazada y Carmencita había sido el fruto de su pecado, razón por la que pretendía que su hija no fuese una oveja descarriada. Las malas lenguas decían que se dejó engañar por un soldado durante la guerra civil y al verse embarazada se casó con aquel carnicero cuarentón al que hizo creer que su hija de cuatro kilos era una niña sietemesina.

           Isabelín, la más aburrida de las tres, disfrutaba siempre de la conversación de sus dos amigas. Ella no podía contarles nada de interés, su monótona vida se limitaba a ayudar a su madre en los quehaceres diarios de la casa y a bordar el ajuar por las tardes. Tampoco ella podía intimar con nadie, no porque su madre la vigilara, sino porque no salía nunca. Le gustaba Juanito, pero él difícilmente podía saber que ella existía. Aquel día quizá lo vería en el cine. Solo con pensarlo, notaba que su corazón se aceleraba por momentos.

           Entraron en la sala donde se emitía la película y ocuparon sus asientos. Habían llegado pronto y aún no había mucha gente pero, poco a poco, empezó a llenarse la sala. Mientras emitían el No-do, una nube de cuchicheos se adueñaba del local. Al lado de Carmencita se sentó un joven un poco mayor que ella, estaba solo, no había ido al cine con sus amigos. Ella le miró de reojo y se acercó a Isabelín para contárselo, Isabelín se lo contó a Luisita que estaba en el extremo, al lado del pasillo. Él no estaba nada mal, no era corpulento ni agraciado, pero iba bien vestido y tenía aspecto de chico formal. Miraba al frente, como si fuese indiferente a las miradas furtivas de las tres chicas.

           Algo llamó la atención de Luisita, su Mario había entrado con sus amigos y se había sentado dos filas más adelante. A su lado, una butaca vacía lindaba con el pasillo. Aquella era la oportunidad de hacer las paces con él y, quién sabe, dejar que le pusiese otra vez la mano bajo la falda. Sin decirles nada a Carmencita e Isabelín, abandonó su asiento y fue a sentarse junto a su amado.

           Mientras ellas dos cuchicheaban sobre lo que acababa de hacer su amiga, vieron en la penumbra que el dueño de aquella butaca conversaba con Luisita. No distinguieron bien quién era, seguramente alguno de los amigos de Mario que se habría quedado rezagado. Un minuto después, antes de que el acomodador pudiese alcanzarlo, dio la vuelta y ellas miraron hacia otro lugar intentando disimular su interés por él. Se dirigió hacia ellas y fue a sentarse justamente en la butaca de su amiga. Ninguna de las dos osó mirar al nuevo compañero. El acomodador, le siguió hasta la butaca y le pidió que le enseñase la entrada, se la enseñó sin ningún apuro y le dijo que era el novio de la señorita sentada a su lado. Ante tal respuesta y viendo el ticket correctamente numerado, el trabajador dio media vuelta y se marchó.

           Isabelín y Carmencita no salían de su asombro, ¡Como había podido decir eso! Sin duda alguna, era un caradura. Isabelín, atemorizada, se acercó todo lo que pudo a Carmencita y no quiso ni mirar por el rabillo del ojo. Se inició la película y al poco tiempo notó unos nudillos clavados en su hombro derecho. Era una mano de hombre que estaba cogiendo el hombro de su amiga. Le dio un codazo a Carmencita para advertirla, pero ésta se giró y la mandó callar con un dedo cruzado en los labios, evidentemente aquello era consentido. Decidió separarse de ella y dejarle espacio pero tenía que estar alejada del caradura, lo cual era bastante difícil dada la estrechez del asiento. Sin quererlo rozó el codo de su compañero y retiró su brazo velozmente. No sabía cómo comportarse, no quería mirar hacia su amiga para no molestarla ni mirar hacia el individuo que tenía a su lado por miedo a que le hiciese algo. Estaba deseando que terminase la película y no se estaba enterando de nada, una terrible angustia la invadía. Cuando ya quedaba poco para que finalizase la emisión, una mano tocó suavemente el brazo de Isabelín, era la de su misterioso acompañante, que quería llamar su atención. Giró su cabeza lentamente, conteniendo sus miedos al mirarle. Cuando vio que era Juanito, casi se desmaya. Con voz baja, él se acercó a ella para presentarse y decirle que le gustaba desde siempre, así que cuando Luisita le cambio la entrada vio la ocasión perfecta para hablar con ella. Sus palabras sonaban sinceras, esperando alguna reacción positiva en Isabelín. Jamás había estado tan cerca de su cara. Una vez recuperada de la impresión, se acercó a él y le pidió disculpas por su desconfianza, dándole a entender que no le desagradaba tenerle como acompañante. Aquello para él fue suficiente y, sin meditarlo mucho, la cogió de la mano. Así estuvieron hasta que se encendieron las luces, momento en que automáticamente se soltaron.

           Salieron las tres sonrientes de aquella sala, juntas, como habían entrado. Luisita, feliz por la reconciliación con Mario y sintiendo aún la huella de sus dedos en la entrepierna. Carmencita, satisfecha por su primera experiencia, por fín alguien le había metido mano. Isabelín, la más inocente, más enamorada que nunca, sabiendo que su Juanito también sentía lo mismo que ella.

           Una vez caes en su red, nada puede desengancharte. No tienes más remedio que seguir los cánones que marca esa sociedad y vivir la vida.


Los guardianes de la Fe

Las luces de la habitación del Santo Padre se apagaron un instante para anunciar que había fallecido. Aquel dos de abril de 2005, un llanto silencioso se apoderó de los que estábamos congregados en la Plaza de San Pedro.

           Teníamos planeado aquel viaje desde hacía unos meses, queríamos visitar Roma y Ciudad del Vaticano y no imaginamos en ningún momento que nos encontraríamos en medio de un universo informativo. Una vez recibida la noticia, tardamos dos horas en poder salir de allí.

           Llegamos al hotel a las doce de la noche. Estábamos cansados, había sido un día duro. Siempre viajábamos con otra pareja de amigos. Ninguno de los cuatro era un creyente acérrimo pero aquel hecho histórico nos había calado hondo.

           Por la ventana se veían pasar vehículos de distintos medios de comunicación que se desplazaban en todas direcciones para cubrir la noticia. Me preguntaba dónde se iban a meter, pues en Roma ya no cabía un alfiler.

           Nos levantamos temprano. A las siete y media habíamos quedado con Elena y Pepe en el comedor de desayunos. Los vi en una mesa y me acerqué a saludarles antes de coger el café.

           ─Buenos días, ¿qué tal nos hemos levantado hoy?

           ─Fatal, con tanto ruido de coche arriba y abajo no he podido pegar ojo y, encima, he estado soñando con el papa toda la noche ─dijo Elena.

           ─No sé si hubiera valido la pena venir en agosto, creo que hubiéramos estado más tranquilos. Ayer, con tanta gente, no pudimos ver nada del Vaticano. ¡Con las ganas que tenía de contemplar la capilla Sixtina! ─comentó Pepe.

           ─Bien, no os preocupéis. Seguiremos nuestro plan de visitas por Roma y dejaremos el Vaticano para otro año ─apunté.

           Cristina, que se había parado a coger unos bocadillitos de jamón que le habían entrado por los ojos, llegó cargada con una bandeja.

           ─Buenos días chicos, ¿habéis podido dormir con tanto jaleo de coches? Me parece que habríamos estado mejor en aquel hotel de las afueras que vimos primero.

           Al salir a la calle, un hombre nos entregó una octavilla escrita en italiano. Con mis escuetos conocimientos del idioma solo entendí algo sobre la muerte del papa y la profecía de Malaquías. Estuve a punto de tirarla en la papelera, pero como indicaba la fatídica fecha, la doblé y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta, a modo de recuerdo.

           Fuimos a visitar el Coliseo. No había nadie en la cola, seguramente todos estarían en las iglesias rezando por el alma del papa. Pagamos la entrada y accedimos al interior. La grandiosidad del edificio nos impresionó, pudimos imaginarnos los cincuenta mil espectadores que explicaban nuestras guías de viaje.

           A la salida, para mitigar el cansancio que llevábamos encima, hicimos una parada en un barecito cercano. El camarero era un español afincado en Italia desde hacía muchos años. Nos atendió de maravilla y se le veía campechano, así que me atreví a preguntarle.

           ─Perdona, me han entregado este papelito a la salida del hotel y había pensado guardarlo como recuerdo, pero como no sé exactamente qué dice ¿podrías traducírmelo? Es por si no vale la pena guardarlo. Gracias.

           El camarero tomó la hoja y empezó a traducirla en voz alta. Aquello parecía al aviso de un loco presagiando el fin de la iglesia católica o del mundo. Alguien había tecleado una profecía muy antigua escrita supuestamente por San Malaquías: «En la última persecución a la Santa Iglesia Romana ocupará la silla Pedro Romano, que habría de apacentar a sus ovejas padeciendo muchas tribulaciones, pasadas las cuales la 'Ciudad de las Siete Colinas' será destruida y el juez tremendo vendrá a juzgar a su pueblo». Indicaba que San Malaquías había escrito ciento doce ʽlemasʼ, dedicados a cada uno de los papas, y Juan Pablo II había sido el papa ciento diez. Como resultó curioso, decidí que valía la pena ponerlo en el álbum de fotos.

           ─Por tanto, al sucesor de Juan Pablo II, según la profecía, le tocará gobernar la Iglesia en los días del fin del mundo ¿no? La verdad es que no he entendido bien si el ciento once será el último papa, antes del juez tremendo o si será el ciento doce ─dijo Pepe.

           Nos echamos unas risas y salimos de aquel bar contándonos anécdotas del viaje.

           La semana pasó volando y tuvimos que regresar a España para proseguir con nuestras aburridas vidas y empezar a planear el viaje del año siguiente.

           La noticia de la elección de su sucesor el diecinueve de abril no hizo mella en nuestras vidas, aunque sí nos alegramos de que no se llamase Pedro Romano, recordando aquella octavilla.

           Tras su elección, empezaron las noticias sobre atentados misteriosos en diversos edificios de la Santa Sede y gente desaparecida. La ola de terrorismo contra la Iglesia católica había comenzado. Un afligido Benedicto XVI aparecía diariamente repartiendo mensajes de fe y esperanza para la raza humana, y aconsejando a los cristianos mantenerse unidos ante las adversidades y rezar por las almas perdidas. No se sabía quién o quiénes eran los terroristas.

           Muchas de las maravillas de la Ciudad del Vaticano habían quedado destrozadas. Lamentablemente, jamás llegaríamos a ver la Capilla Sixtina, la gran ilusión de mi amigo Pepe.

           Desde España, aquellas tristes noticias se veían lejanas. No éramos parte de aquella historia, aquello no iba con nosotros. Al no ser católico-practicantes, no teníamos costumbre de rezar y, menos aún, por el alma de otros. Aunque alguien nos dijo en Italia que si rezabas un Padre Nuestro en San Pedro, otro en Santa María la Mayor y otro en San Lorenzo Extramuros, un «alma en pena» podía alcanzar el cielo.

           El diecinueve de agosto, una noticia fulminante apareció en todas las cadenas de televisión: «Cientos de bombas han caído en Ciudad del Vaticano». Nadie se había atribuido la autoría del acto y no se tenían noticias del interior de la ciudad. Todas las vías de comunicación habían dejado de funcionar.

           Imágenes tomadas desde un helicóptero mostraban innumerables víctimas que yacían tendidas por los alrededores de la Basílica de San Pedro, no mostraban heridas, tan solo parecían haber quedado sumidos en un eterno sueño. Todos los accesos eran infranqueables, una barrera invisible similar a una cúpula de cristal aislaba por completo la ciudad del Vaticano.

           Con el corazón en un puño, salí del despacho para ir a la peluquería de Cristina. Me la encontré en la acera,  también había pensado venir a buscarme.

           ─¿Has visto las imágenes? Una señora ha venido a la peluquería y nos lo ha contado. He encendido la televisión y al verlo se me han puesto los pelos de punta. He terminado de secar el pelo a una clienta y he venido corriendo hasta aquí. ¿Te imaginas si llega a pasar cuando estábamos allí? ─Tras darme un beso, buscó el móvil en su bolso y llamó a Elena para contárselo─. Seguro que no lo sabe, allí metida en el laboratorio no se entera de nada.

           ─Yo llamaré a Pepe para ver si lo ha visto y le preguntaré si quieren venir a casa a comer ─le contesté, tras mirar el reloj y ver que era su tiempo de descanso.

           Ni Elena ni Pepe habían oído nada.

           Elena trabajaba en un laboratorio de control de calidad de alimentos, era una bacterióloga especialista en microbiología y le apasionaba su trabajo. A veces, resultaba cansina cuando intentaba explicarnos cómo llegaban a determinar la fecha real de caducidad de los alimentos, total para decirnos que los alimentos solían durar en buen estado más tiempo del que decían los envases.

           Pepe trabajaba de peón para una empresa de gestión medioambiental. Era el conductor de una máquina barredora. Como aquel vehículo emitía bastante ruido, su empresa le obligaba a llevar unos cascos protectores en los oídos. Descansaba los primeros diez minutos de cada hora. Pepe siempre decía que su trabajo era un chollo, descansaba más que trabajaba.

           Sentíamos la necesidad de compartir aquel momento con ellos, hacía solo unos meses que habíamos estado allí. Algo extraño pasaba, aunque no sabía bien qué.

           A mediodía oímos de nuevo la noticia, pero todo era muy confuso, nadie sabía si había muerto el papa, cuántos muertos había, qué era aquella capa invisible que impedía la entrada en la ciudad… Mostraron a miles de personas que rezaban en todas partes del mundo.

           Algún osado reportero se aventuró a decir que podía ser un ataque islamista, pero eran suposiciones. También mostraron imágenes tomadas a pie de calle desde el otro lado de aquella enigmática barrera. Se veía a la gente apoyando las manos sobre una hipotética pared transparente. Llegué a pensar que todo era un montaje.

           Estábamos comiendo cuando otra noticia hizo que se nos quitara el apetito de un modo fulminante: algo de origen desconocido había hecho desaparecer primero el Vaticano y luego toda Roma, ambas habían sido literalmente arrasadas de la tierra. Saqué el álbum de fotos del viaje y busque la octavilla que había pegado allí para intentar recordar el texto de la profecía. La leí en voz alta. Pepe dijo:

           ─Si Pedro Romano es Benedicto XVI, al que hemos visto sufrir por los ataques de estos meses; y Roma, Ciudad de las siete colinas, ha quedado arrasada. ¿Qué nos queda por ver? ¿Un dios castigador que nos juzgará a todos?

           ─Desde mi modesto punto de vista científico, permitidme decir que no creo ni una palabra de esa profecía. Me inclino a pensar que la causa de la desaparición de Roma es de carácter geológico. Meditaré sobre ello ─manifestó Elena.

           ─¡Esto es un montaje! Alguien debe tener algún interés en meter miedo a la gente con estas noticias absurdas. ¿Cómo quieren hacernos creer que instantáneamente ha muerto toda aquella gente que visitaba el Vaticano y toda la ciudad en ruinas ha quedado aislada por una barrera invisible? ¿Cómo quieren que creamos que el Vaticano y Roma han desaparecido del mapa? Nos toman el pelo todo lo que quieren y más ─cuestionó Cristina─. Seguro que mañana acaban desmintiéndolo todo y resulta se trata de un anuncio televisivo, quizás el de un champú que arrasa la caspa.

           ─No sé si esto es un montaje o no, pero… creo que para salir de dudas lo mejor es preguntar. Voy a llamar a Pedro, el camarero que nos tradujo la octavilla. Me anotó su teléfono detrás, por si necesitábamos ayuda en algo. No creo que haya cambiado de número ─dije.

           Llamé repetidas veces, marcando el prefijo internacional, pero ni siquiera daba llamada. Pensé que Pedro había quedado como un rey pero me había dado un número inexistente.

           ─Nada, hasta Pedro nos tomó el pelo ─comenté.

           Pensando que al final Cristina tendría razón, continuamos tranquilamente la comida y cerramos el televisor.

           Por la ventana de la cocina oímos un grito ahogado de nuestra vecina. Me asomé y la llamé. Estaba llorando, su hijo había ido de viaje de fin de curso a Florencia y en las noticias acababan de decir que Italia entera había desaparecido. El mar Adriático y el mar Mediterráneo habían unido sus aguas. Cristina encendió rápidamente el televisor mientras yo intentaba consolar a la vecina diciéndole que su hijo seguramente estaría bien. Le dije que las imágenes de Satélite podían haber sido manipuladas por algún loco para asustar al mundo. Cuando vi que se tranquilizaba un poco, entré al comedor y vi la cara de miedo que ponían los tres. La televisión mostraba una Europa sin la bota de Italia. Me estremecí solo de pensar que aquello pudiera ser cierto.

           Mi profesión de arquitecto me decía que esas imágenes eran falsas. Yo no era un ingeniero especializado en ingeniería geotécnica o ingeniería sísmica, pero tenía claro que nos estaban engañando.

           De repente, como si aquello no tuviera más importancia, empezaron a emitir un programa de música clásica.

           ─¿Veis? Todo esto es un cachondeo. No hay de qué preocuparse ─dijo Pepe.

           Me dirigí a la cocina con platos sucios, seguido de Cristina y de Elena. Pepe se quedó barriendo el comedor. Asomé la cabeza por la ventana y llamé a la vecina. Le pregunté cómo estaba. Parecía sorprendida. Me contestó que estaba bien. Extrañado, le pregunté por su hijo. Como si antes no hubiésemos hablado, me contestó que se había ido de viaje a Florencia y que esa misma mañana le había llamado por teléfono para decirle que era una ciudad llena de arte. Cristina y Elena, detrás de mí, se quedaron con la boca abierta. Nos dijo que esa ciudad nos gustaría, pues sabía que el arte nos encantaba. Parecía contenta. Siguió limpiando como si nada.

           Nos despedimos y quedamos en llamarnos por teléfono aquella noche.

           Volví al despacho por la tarde, mi cabeza no paraba de dar vueltas a todo aquello. Mi socio, Abel, estaba estudiando diversos modos de aprovechar la luz solar en un edificio de treinta plantas. Nuestra idea de una vivienda sostenible en el campo había tenido mucho éxito. Ahora, nuestro reto era conseguir una vivienda sostenible en plena ciudad. Imaginábamos un mundo sin desechos que transportar ni reciclar, desechos reutilizados como fuente de energía, complementaria a la energía solar. Nuestra máxima satisfacción era imaginar una ciudad sin cableados de ningún tipo, ni combustibles contaminantes. Al entrar por la puerta, lo saludé. Había sido él quien me había comentado las primeras noticias esa mañana y le pregunté qué opinaba sobre las últimas noticias. Me contestó que no sabía de qué le estaba hablando y que era mejor que no bromease con esas cosas.

           Visto lo visto, encendí la televisión de la salita del café esperando que Abel recuperara la memoria perdida. Seguía el programa de música clásica. Decidí cambiar de cadena para ver si algún canal comunicaba algo nuevo. No hubo suerte, se emitía lo mismo en todos los canales. Mi compañero tarareaba la música y chasqueaba los dedos al compás. Se asombró de que yo no reconociese aquella melodía que, según dijo, él ya solfeaba cuando era niño.

           No vino ningún cliente, las citas que teníamos concertadas previamente no se habían presentado.

           Contemplé asombrado la generación de electricidad de un pequeño conjunto de células fotoeléctricas que Abel estaba probando. Habíamos conseguido aumentar su rendimiento del treinta al ochenta por ciento. Aquel avance inesperado lograría que con muy poca inversión, cualquier edificio dispusiese de la electricidad necesaria hasta en los días de mal tiempo. La energía eléctrica tal como la conocíamos iba a desaparecer. Intentó explicarme todo un galimatías de fórmulas que había usado para hacer los cambios en las células, pero debo reconocer que, aunque hice cara de entenderle, no entendí ni la mitad de lo que me dijo. Cogí sus papeles y le dije que los estudiaría en casa para ver si podíamos mejorar aun más el porcentaje de rendimiento. Lo que hice fue guardarlo para ver si, con los apuntes de carrera y los apuntes del Postgrado de ʽArquitectura Medioambiental y Urbanismo Sostenibleʼ en la mano, era capaz de descifrar lo que me había dicho.

           Regresé a casa y Cristina me esperaba con cara de preocupación

           ─Raúl, una clienta me ha llamado loca. No ha creído ni media palabra de lo que le he dicho que han anunciado por televisión. Me ha dicho que siempre se ha emitido música clásica y noticias «de interés social». ¡Ah! También que en Europa no ha habido nunca ninguna bota llamada Italia. ¿Estoy loca yo o está loca ella?

           ─Desde luego no sé qué pasa, pero te aseguro que no estás loca. Abel no recuerda nada de lo que hemos hablado esta mañana sobre el Vaticano y, en cambio, ha ideado unas fórmulas que han aumentado el rendimiento de nuestras células fotoeléctricas hasta el ochenta por ciento. Si no fuera porque estudié con él y sé que era un estudiante del montón, diría que estoy trabajando con una eminencia.

           ─¿Qué te parece si llamamos a Pepe y a Elena, para saber cómo les ha ido la tarde? ─dijo Cristina.

           Marqué el número de Pepe.

           ─¿Has hablado con alguien esta tarde? ─pregunté.

           ─Sí Raúl, he hablado por lo menos con diez personas y puedo decirte que me he encontrado de todo. Como siempre, me he ido a correr un rato por el parque y me he encontrado con los habituales. Comentando con unos y otros las noticias del día, he descubierto que hay gente que no sabe de qué les hablo y que hay gente que está tan desconcertada como yo de ver lo que está ocurriendo a su alrededor.

           ─No sé, pero esa musiquita de la tele me pone bastante nervioso. Creo que de algún modo alguien está intentando hacernos un lavado de cerebro ─murmuré.

           ─Algunos conocidos que suelen discutir con facilidad de cualquier cosa, me ha dado la impresión que estaban poseídos por una paz infinita, como si vivieran en otro mundo. No tenían ganas de discutir sobre ningún tema. Me decían que todo estaba en perfecto orden y no pasaba nada, que yo necesitaba descansar unos días para verlo todo más claro.

           ─Pues mira, una de las clientas de Cristina sí que quería discutir, incluso le ha llamado loca. Se lo está contando ahora a Elena llorando.

           ─Sabes que creo, que aunque parece no seguirse ningún patrón, sí que hay alguien detrás moviendo los hilos. Quizás ese alguien sea más grande de lo que imaginamos.

           ─¿Qué quieres decir?

           ─Que esa gente con la que he hablado no es la gente que yo conozco, los han cambiado.

           ─¡Anda ya! Una cosa es que creamos que alguien nos quiere comer el coco por alguna razón, y otra muy distinta, que digas que estamos rodeados de clones. Aunque, ahora que lo dices, mi socio no parecía que fuese él.

           Dejamos la conversación para el día siguiente. Me quedé más preocupado de lo que estaba.

           Cristina me comentó que Elena le había contado que dos compañeras del laboratorio actuaban de un modo extraño, se suponía que eran dos celebridades en temas de bacteriología y, sin embargo, habían pasado toda la tarde encima de ella haciéndole preguntas que sabe hasta un alumno de primero. Elena, ante aquel comportamiento, había optado por dispararles una sarta de mentiras. Si ellas hubieran sido ellas, se habrían muerto de la risa, pero se lo tomaron al pie de la letra. Había pasado una tarde bastante inquieta.

           ─Si al final tiene razón Pepe y estamos rodeados de clones, tendremos que tener mucho cuidado y medir nuestras palabras. Tendremos que descubrir quiénes siguen siendo normales y quiénes no lo son. Tendremos que hacer algo.

           ─Nosotros cuatro seguimos igual y dos señoras que han venido a la peluquería también, las otras no. De hecho, una ya ves cómo se ha puesto. ¿Y si nos inventáramos un medio para saber que seguimos siendo nosotros?

           ─¿Una clave?

           ─Sí, pero algo que solo sepamos nosotros. Se me está ocurriendo que como los supuestos clones afirman que Italia nunca ha existido, podríamos usar como clave algo de nuestro viaje ─dijo Cristina.

           ─Bien, podría ser una clave distinta para cada día. Por ejemplo, ya que hicimos catorce visitas distintas, y los cuatro sabemos en qué orden las hicimos, elegir como clave de cada día el nombre del lugar que visitamos. ¿Qué te parece?

           ─Que me estás dando miedo.

            ─Mujer sería más complicado si escogiese como clave algo basado en la profecía de San Malaquías. Está compuesta de "lemas" dedicados a cada uno de los Papas desde Celestino II, elegido en 1130, hasta el fin del mundo. ¡Imagina si tuviésemos que decir el nombre de cada uno de los papas desde ese año!

           ─Ya empezamos a complicarnos la existencia.

           Les comentamos a nuestros amigos nuestras impresiones y nuestra idea de cruzar un primer saludo en clave, en nuestros próximos encuentros. Elena aceptó encantada. Pepe refunfuñó un poco, pero finalmente asintió. Por supuesto, elegimos como clave la de las catorce visitas.

           La vida continuaba a nuestro alrededor de un modo aparentemente normal. En el trabajo discutíamos cuestiones totalmente laborales y, fuera del trabajo, tanteábamos a la gente conocida para saber de qué pie cojeaban. Me recordaban a las marionetas, alguien los estaba guiando con algún fin y había aniquilado su voluntad.

           Cristina había conseguido sintonizar una emisora de radio internacional que parecía no estar intervenida. Todos los días lograba escucharla mientras tenía la peluquería cerrada. Luego, por la tarde, nos contaba qué noticias habían radiado. Parecía que gran parte de la humanidad estaba siendo abducida por «algo». Apuntaban que muchas personas cambiaban mentalmente, aunque su apariencia física era la misma. Comunicaban que aquellas nuevas personas negaban cualquier creencia en ningún dios y sostenían que la fe religiosa de cualquier origen estaba vacía y no tenía ningún valor.

           Aunque yo era un ateo confeso y a Elena no le iba el tema religioso, sabía que mi mujer y Pepe se sentían cristianos, aunque no fuesen practicantes. A la vista de las noticias de aquella emisora, decidimos que el único lugar donde no encontraríamos a esos clones sería en una iglesia. Seguimos usando las claves como saludo, pero nuestras reuniones se trasladaron a la iglesia que había en la esquina de nuestra calle. El cura párroco, don Gervasio, se unía a nosotros siempre que podía y nos comunicaba las novedades que iba descubriendo. En más de una ocasión intentó convertirme al catolicismo, pero yo le decía que la Biblia me parecía un cuento para niños y que conmigo no tenía nada que hacer.

           El diecinueve de noviembre, acudió a la reunión con un semblante triste y apesadumbrado. Sus contactos le habían comunicado que el Estado de Israel había desaparecido y un mar de aguas tranquilas ocupaba su lugar. La historia de Italia se repetía en Israel.

           ─Alguien quiere destruir el mundo. La fe cristiana, la judía y la islámica han sido masacradas con la desaparición de la ciudad sagrada y el Estado de Israel.

           ─¿Se sabe ya algo de la elección del nuevo papa? –le pregunté.

           ─Los miembros de la Iglesia que pueden sucederle y siguen vivos, no han logrado reunirse en un lugar para poder elegir al sucesor de San Pedro. Benedicto XVI, que en paz descanse, ha sido un buen Petrus Romanus pero, por desgracia, su andadura ha sido corta y amarga.

           ─¿Por qué le llama Petrus Romanus? –dijo Pepe.

           ─El primer papa de la Iglesia fue San Pedro. El nombre de Pedro está prohibido cuando se elige al Pontífice sucesor. Por ello hubo uno sólo. Pero, simbólicamente, todos sus sucesores han sido y serán Petrus Romanus, es decir, nuevo Pedro.

           ─Me parece que ese Malaquías no iba desencaminado ─comentó Pepe.

           ─¿Conoces las profecías de San Malaquías? La Iglesia no las considera oficiales y duda de su veracidad. Me preocupa bastante su contenido. Según esa profecía, el siguiente Papa contemplará el desmoronamiento de la Iglesia y la llegada del Juicio Final.

           »No tengo noticias sobre un nuevo nombramiento. Muchos de los cardenales que hubiesen formado parte del cónclave se encontraban en el Vaticano, convocados por el Santo Padre en el momento que la Ciudad fue bombardeada y arrasada. Desconozco qué asunto trascendental iban a tratar.

           »La noticia de la muerte del Sumo Pontífice me llegó vía vox populi. No pudo ser comprobada por el Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, pues seguramente éste también falleció al mismo tiempo. No existe constancia de su muerte pero la evidencia nos dice que no puede haber quedado con vida.

           »En 1996, Juan Pablo II promulgó la Constitución “Sobre la vacante de la Sede Apostólica y la Elección del Romano Pontífice” y en ella detalló todos y cada uno de los pasos a seguir en el caso del fallecimiento del Santo Padre. Llegados a esta realidad que nos ocupa, no puede cumplirse nada de lo que allí se ordena. Por ese mismo motivo, resulta más difícil, si cabe, proceder a la elección, porque los pasos a seguir han de ser consensuados por los cardenales que siguen con vida. El miedo se ha apoderado de toda la humanidad y los dirigentes de la Iglesia también son humanos.

           ─¡Pues estamos apañados! ─dijo Cristina, sin poder reprimir su desazón.

           ─Creo que deberíamos reunir las fuerzas suficientes para combatir el miedo que se extiende a nuestro alrededor y está minando la mente de los que aún siguen cuerdos ─indiqué, intentando resultar apaciguador.

           ─Sí, muy bonito, ¡Tan sencillo de decir que parece fácil! A mí me resulta difícil convivir con mis compañeros de trabajo, no son los hombres que yo conozco. Se pasan el día hablando de la música que nos meten a todas horas por televisión y de las noticias de «interés social» que difunden. ¡Menudo interés social! Que nos portemos bien con nuestros compañeros, que discutir no nos lleva a ninguna parte, que aceptemos que creer en algún dios es algo inaceptable… ¿Cómo podemos combatir el miedo que se apodera de cualquiera de nosotros, por muy razonables que seamos? ─lanzó Pepe sin esperar respuesta.

           Elena, haciendo honor a su carácter introvertido, no había soltado ni una palabra durante toda aquella conversación. De repente, como si una chispa hubiese hecho conexión entre sus neuronas, se atrevió a decir:

           ─Perdonadme si interrumpo, hay algo en la intervención de don Gervasio que me tiene intrigada. ¿Por qué todos los cardenales que podrían suceder a Benedicto XVI habían sido convocados por éste en el Vaticano? ¿No os parece extraño?

           Todos nos quedamos pensando en ello sin poder evitar estremecernos ante la idea de que alguien hubiese maquinado aquello de antemano.

           Aquel diecinueve de enero dejaron de emitir música clásica. Un ser, de aspecto similar al humano, hizo su aparición en todas las pantallas de los televisores. Su piel mostraba infinitas ramificaciones de capilares, como si careciese de epidermis. Debía tener algún tipo de melanina en su piel, pues se apreciaba un ligero tono azulado en su rostro. Los ojos me recordaban a los de un niño, grandes y expresivos, llenos de inocencia, hipnotizadores. Su atuendo era como el nuestro.

           Se presentó como «El Mensajero» y anunció la inminente llegada a la Tierra de su poblado. Dijo que venían en son de paz. Su interés por este planeta se había producido por su capacidad para vivir en las mismas condiciones que nosotros y por su parecido con la raza humana. Su mensaje era directo y claro, iban a someter a todos los seres vivos de este mundo, todo ello, por supuesto, buscando un hipotético bien común. Me entraron arcadas de oírlo.

           Empezamos a ver esos seres por todas partes, no vimos ninguna nave espacial ni supimos cómo habían llegado, pensé que podía ser algún tipo de tele-transporte como el que había visto en algunas películas de ciencia-ficción. Nadie sabía donde vivían, ni cómo. En principio, el mundo continuaba su marcha normal. Seguíamos realizando nuestros quehaceres diarios, pero presentía que alguien nos vigilaba.

           Cuando llegaba a casa, aquella sensación de vigilancia desaparecía. Era como si para ellos no tuviese el más mínimo interés nuestra vida privada. Pensé que solo les importaba cómo trabajábamos y nos desenvolvíamos en sociedad. Puede que nos quisieran como esclavos a su servicio y que, de momento, nos dejaran seguir nuestras vidas por algún motivo. Como si estuviéramos en el período de prueba o algo así.

           Nos reuníamos con Pepe, Elena y don Gervasio siempre que podíamos. El cura usaba también nuestro saludo en clave, se había aprendido el orden de los lugares que visitamos durante nuestro viaje a Italia.

           Fue el diecinueve de febrero cuando hizo su aparición un ser peculiar, era parecido a los otros aunque su piel, más que mostrar un ligero color azulado, mostraba una cierta transparencia. Bueno, quizás fuera porque era un «albino» en su especie. Se presentó como Moisés, me hizo gracia el nombre que había elegido, me recordaba los diez mandamientos que fui obligado a estudiar cuando iba al colegio.

           Como si me hubiese leído el pensamiento, anunció que iba a enumerar sus Diez Mandamientos. Todo ser humano debía acatarlos, olvidándose de toda creencia religiosa anterior. Advirtió que todo aquel humano subversivo que pretendiese incumplir o hacer incumplir aquellos mandatos desaparecería de la Tierra. Aquella amenaza silenció instantáneamente a todo ser vivo.

           ─Debéis saber que soy un enviado de Fout, señor de vuestro Universo. Procedemos del planeta Voisse, perteneciente a un universo paralelo al vuestro. Somos los vossedumet. Mi misión es comunicaros los «Diez Mandamientos» que debéis acatar para que os permitamos vivir con nosotros y no os enviemos al Gran Agujero Negro. La inteligencia de la raza humana es inferior a la nuestra. Estáis observados en todo momento. Sabemos lo que pensáis y pensáis lo que queremos. No os necesitamos, solo queremos vuestro planeta. Nuestra intención no es exterminar la vida de los seres que habitan la Tierra si no es necesario. Venimos en son de paz. Podemos llegar a un entendimiento, si colaboráis.

           Los Diez Mandamientos de Fout quedaban resumidos en uno:”La palabra de Fout es Ley”, por lo demás, eran bastante similares a los que yo recordaba. Se nos anunció que iban a celebrar la gran fiesta en honor a Fout y que todo aquel que participara agasajando a su señor, sería tenido en cuenta. Algo más me llamó la atención en su discurso:

           ─Queda abolida cualquier creencia religiosa. Los templos y edificios dedicados a vuestros dioses serán eliminados de la superficie terrestre. Durante los próximos seis días, será realizada la limpieza definitiva de vuestra mente. Todo aquel que, pasado ese plazo, mantenga en su interior algún sentimiento de carácter religioso será ajusticiado por Fout. Todos aquellos que tienen una mente abierta a otros mundos, serán ocupados por un vossedumet y se verán protegidos por la Ley de Fout. Nadie podrá resistirse a nuestra ocupación.

           La sentencia había sido lanzada, nos quedaban seis días para vencerles o morir en el intento. Ahora sabíamos que los desconocidos que nos rodeaban no eran clones como habíamos pensado sino que eran las mismas personas con un buen lavado de cerebro. Por algún motivo, llámese mente abierta según ese Moisés, el lavado había sido exitoso en ellos inmediatamente. En algunos se observaba una mejora profesional, era el caso de mi socio Abel. En otros, todo lo contrario, el caso de las compañeras de laboratorio de Elena. Para algunos, había desaparecido el placer de la discusión, era el caso de los conocidos de Pepe en el parque. Y otros, finalmente, parecían estar en la inopia, era el caso de nuestra vecina.

           Aunque yo no albergaba simpatías por ninguna religión, sabía que el caso de mi mujer era diferente. Cristina creía en Dios. Noté que un temor acampaba en mi interior y no podía evitar ver un futuro bastante oscuro para todos. Pese a ello, me resistía a creer que la humanidad pudiera ser doblegada tan fácilmente. Cuando llegué a casa, compartí mis dudas con Cristina, notaba que allí no me sentía vigilado. Llamé a Pepe, y presentí que alguien interceptaba la llamada:

           ─Sí ─sonó la voz al otro lado del teléfono.

           ─Hola Elena, soy Raúl, ya veo que Pepe no está disponible.

           ─Está en la ducha.

           ─Deberíamos reunirnos en mi casa para hablar de qué modo podemos agasajar a Fout y a los Vossedumet.

           Como si Elena hubiese adivinado lo que en realidad se ocultaba detrás de mis palabras, dijo:

           ─Es una buena idea Raúl, cuando Pepe salga de la ducha, iremos a vuestra casa para estudiar los Diez Mandamientos y memorizarlos. Solo de ese modo podremos mejorar en nuestro trabajo y ofrecerles un mejor servicio. Por supuesto, hay que agasajar a nuestros nuevos amigos.

           Tras colgar, volví a sentir que nadie me vigilaba. Llegaron Elena y Pepe, y quedaron extrañados al notar que no existía allí ninguna presencia acechante. Intercambiamos claves igualmente. Curiosamente, la libertad en nuestra casa era algo real. El resto de casas, por lo visto, también estaban vigiladas por algo.

           ─Cada minuto que pasa es más difícil dejar mi mente en blanco y hablar de las banalidades del día. Me siento coaccionado por algo, como si alguien intentase dominarme. En cambio, en tu casa me siento libre ─comentó Pepe.

           ─¿Cuántas casa como la vuestra deben existir en el mundo? Si pudiéramos saberlo, les diríamos a todos los que aun no han sido «limpiados», que se reuniesen en ellas y hablasen libremente, para intentar que no logren la sumisión humana ─dijo Elena.

           Sonó el timbre de la puerta, era don Gervasio, se había aventurado a acudir a nuestra casa. Nada más entrar, sintió que no había ninguna presencia ajena. Cruzamos las contraseñas. Sonrió.

           ─¡Qué alegría veros a los cuatro! ¡Menos mal que ésta es una de esas casas blindadas para «ellos»! Acabo de venir de visitar a unos feligreses y he notado lo mismo en su casa. Les he dicho que llamen a todos aquellos que sepan que no han sucumbido ante los vossedumet y se reúnan allí. Tenemos que lograr unirnos todos y vencerles.

           »Por cierto, nuestra iglesia ha desaparecido de la esquina. En su lugar no hay más que asfalto y plazas de aparcamiento. Han comenzado. He ido hasta la plaza de San Antonio y allí ha ocurrido lo mismo. En todo momento, mientras caminaba, he puesto mi mente en blanco. Me he imaginado como panadero y no he parado de pensar en hacer pan. Mi padre era panadero y me enseñó el oficio.

           »Como Malaquías no dejaba de ser un humano, también podía equivocarse al numerar sus lemas. Creo que Petrus Romanus era el propio Benedicto XVI, en cuyo reinado se cumplió el contenido del último y que ese tal Fout es el juez tremendo que viene a juzgarnos. Los días de la Iglesia, tal como la he conocido, han terminado. Debemos tener fe en la humanidad y en su poder de supervivencia.

           Nos alegró saber que otras casas como la nuestra también eran «Estado Libre».

           Elena nos contó que sus compañeras, reclutadas por los extraterrestres hacía tiempo, habían perdido gran parte de sus conocimientos sobre las bacterias y la atosigaban para que las instruyese al respecto.

           ─Me gustaría contaros algo que he planeado en el laboratorio. Como noté un excesivo interés de mis compañeras en mis pruebas y ensayos, opté por mentirles. Ya sé que esos cuerpos son los suyos, pero creo que tienen dentro a un extraterrestre okupa, que no se trata solo de un simple lavado de cerebro. Intentaré explicarme.

           »En una de mis salidas tangenciales, se me ocurrió decirles que después de realizar los análisis correspondientes, mi obligación y la suya era probar la muestra de alimento para reforzar nuestro organismo y hacerlo inmune a las bacterias patógenas. Por supuesto, mi prueba del alimento era fingida y siempre les daba a probar las muestras contaminadas con bacilos.

           »El Bacillus cereus es un microorganismo habitual en los alimentos. Si ingerimos cantidades muy elevadas de esta bacteria, una vez en el tracto intestinal, libera una toxina provocando una gastroenteritis. Su periodo de incubación puede ser corto, y produce un cuadro de tipo diarreico.

           »No quiero resultaros pesada. Si he hecho esta pequeña explicación es porque he comprobado que no les ha provocado un simple malestar de barriga. Al principio, parecía afectarles como a nosotros, dieta blanda y… hasta la siguiente gastroenteritis. Pero el diecinueve de febrero, cuando apareció ese Moisés y su escuadrón de visitantes, observé que la epidermis de mis compañeras se tornaba azulada, como si alguien hubiese habitado su cuerpo. Continué dándoles a probar los alimentos en mal estado y observé que su malestar, más agudo, les producía unos cambios notables para la ínfima cantidad de bacilos que habían ingerido. Cuando digo que no les afecta como a nosotros, no me refiero a que haya observado una excesiva pérdida de peso o demasiada visita al servicio de señoras, sino que, de modo intermitente, su piel vuelve a tomar su color natural y alguna frase, que me recuerda a ellas, me hace imaginar que lo que llevan dentro lucha por salir de su interior. No me cabe duda, les afecta extremadamente la ingestión de bacterias patógenas.

           »No sé si todas las personas que nos parecían extrañas también han adquirido ese ligero tono azulado. Pero si es así, estoy dispuesta a traeros montones de pruebas de alimento infectado para que empecemos a repartirlas cuanto antes. Si quieren guerra, la tendrán.

           Inmediatamente, sin decir nada, me asomé por la ventana y llamé a mi vecina con una excusa tonta, me fijé en su cara y tenía ese tono azulado que decía Elena.

           ─Nuestra vecina también está azulada. Creo que Elena tiene razón. ¿Cuándo puedes empezar a traer esas muestras? ─pregunté.

           ─Espera… ¿Con qué excusa vamos a hacerles probar las muestras a todos? ─dijo Cristina.

           ─Tiene que ser una que parezca creíble y les agrade a ellos ─comentó Pepe.

           ─Ya lo tengo, diremos que se ha organizado un concurso de pasteles para el día de celebración de la fiesta en honor a Fout. Que nuestra intención es conseguir el pastel más exquisito para ofrecérselo. Y que debemos repartir distintas muestras a la población para ver su opinión ─añadió don Gervasio.

           ─Podría funcionar, tengo un montón de pasteles en el frigorífico. Modificando la temperatura, puedo conseguir que aparezcan en tropel nuestros pequeños aliados los bacilos.

           Volví a asomarme por la ventana y le comenté la gran noticia a mi vecina, parecía entusiasmada. Era una idea excelente que nuestros visitantes sabrían apreciar. Me pidió que nada más recibiera las muestras le diese alguna para probarla. Me daría su sincera opinión.

           No habíamos visto nunca a ninguno de los alienígenas comiendo, parecía que no lo necesitaran. Resultaba curioso. En cambio, aceptaban de mil amores darse a los placeres de la comida estando dentro de un cuerpo humano. No lo entendía.

           Los feligreses de don Gervasio habían sido avisados. Al día siguiente, cada uno de nosotros repartiría por todas las casas «libres» un montón de muestras que darían a probar a sus sospechosos amigos.

           Los seres visibles iban viéndose cada vez menos, como si fueran encontrando cuerpos disponibles y ocupándolos.

           La noticia se propagó como la pólvora, las muestras habían surtido su efecto rápidamente. Un montón de sujetos, ahora azulados, ahora naturales, caminaban por las calles al día siguiente. La gastroenteritis acampaba libremente entre ellos.

           Don Gervasio supo que la iniciativa que habíamos llevado a cabo en nuestra ciudad, también estaba llevándose a cabo en otras ciudades. La guerra bacteriológica estaba en marcha.

           Un Moisés desmejorado hizo su aparición en todos los canales de televisión, nos advirtió que la ira de Fout pronto caería sobre nosotros. Sabía que algún tipo de batalla contra ellos había comenzado. Ese mismo día, noté que no me sentía vigilado ni en la calle. Lo mismo le ocurrió al resto de la gente.

           Cristina me mostró un mensaje de Elena: «Voy a llamarte, si está Raúl contigo pon el altavoz para que lo oiga».

           ─Voy a daros un notición.

           ─¿Ya no nos damos la clave? ─recordó Cristina.

           ─Olvídate de eso. Mis dos compañeras vuelven a ser ellas. No recuerdan nada de lo que ha pasado desde la muerte de Juan Pablo II. Estos últimos meses no han existido para ellas.

           ─¿Qué me dices?

           ─Como lo oyes.

           ─Y…¿Has visto alguno de esos seres muertos o se han volatilizado?

           ─Ahora que lo dices... No.

           ─Me alegro de oír esa noticia Elena ─le dije.

           Habíamos llegado al fatídico día seis, último de nuestras vidas. Moisés nos convocó en todas las plazas de todas las ciudades del mundo y nos dijo que esperáramos la llegada de Fout.

           Allí estábamos, ya se veían muy pocos azulados, aunque alguno quedaba. Un Fout de idéntica forma que los vossedumet, con una piel completamente llena de ramificaciones de capilares lumínicos y que irradiaba fuego por cada uno de sus poros, se presentó ante nuestras pupilas y emitió un atronador sonido desgarrador. No sabía si calificarlo de lamento o de enfado. Muchas personas se asustaron al verlo, satanás resultaba ser el dios de nuestro universo.

            Aquel semblante demoníaco adoptó un aire de serenidad y calma y nos habló.

           ─Llegamos a este mundo llenos de esperanza, considerándolo tan nuestro como vuestro. Nuestra civilización ha vivido muchos años en simbiosis con otros seres vivos. Debido a nuestra compleja estructura molecular, requerimos de un organismo externo que nos proporcione el alimento y la energía necesaria para mantenernos en vida. A cambio, transmitimos conocimientos y avances tecnológicos a quienes nos acogen. El beneficio mutuo ha sido constatado a lo largo de los tiempos. Cuando los planetas conquistados muestran indicios de estar próximos a su fin, buscamos otro planeta similar que garantice nuestra supervivencia. Los hospedadores deben poseer una inteligencia claramente inferior a la nuestra, para poder utilizar sus cuerpos y alimentar nuestras células sin obtener demasiada resistencia. Nuestra vida se extingue en breve plazo si no conseguimos nuestro propósito.

           »Nuestros primeros enviados, nos advirtieron que no iba a ser fácil habitar la Tierra porque la fe religiosa era capaz de mover el mundo. Por ello, me pareció que un modo de suprimir las interferencias con nuestro objetivo, era eliminar todo rastro de religión sobre la superficie terrestre. Tras un riguroso estudio sobre vuestras creencias religiosas, atacamos la Ciudad del Vaticano. Creí que aquella acción erradicaría el culto a dios y los humanos terminarían por olvidar aquella fe sin sentido. Pero no fue así, en todas partes del mundo, millones de personas de diferentes religiones empezaron a rezar sin parar. Aquella reacción me resultó incomprensible, me vi obligado a ser más drástico. Decidí que Italia entera debía ser enviada al Gran Agujero Negro, prisión de los que se oponen a ser conquistados; y, por si no era suficiente, también Israel, con su hipotética ciudad sagrada, cuna de la fe cristiana, la judía y la islámica. Suponía que aquello sería suficiente para que los humanos comprendieseis que no necesitabais una religión sino un guía como yo. Pero… no me di cuenta de vuestra astucia y descubristeis nuestro punto débil y casi conseguís aniquilarnos en seis días.

           Se situó frente a un atril y empezó a leer una hoja que me recordó a la octavilla que me entregó aquel personaje en Italia.

           ─En la última persecución a la Santa Iglesia Romana ocupará de nuevo la silla Pedro Romano, que habría de premiar a sus ovejas por padecer muchas tribulaciones, pasadas las cuales la 'Ciudad de las Siete Colinas' resurgirá de los infiernos y el juez tremendo será juzgado por el verdadero Dios. Pocos conocen la existencia de este último lema que escribió Malaquías. No hemos conseguido doblegaros. Esta última profecía, anunciaba nuestro final y el resurgimiento de una fe más poderosa, vuestra fe en Dios. Nuestro destino quedó escrito hace más de ochocientos años. En breve desapareceremos sin dejar rastro, pero queremos dejaros algunos de nuestros conocimientos. Vuestros científicos sabrán comprenderlos y avanzareis más en el descubrimiento del universo infinito que os rodea. Todo lo que hice desaparecer de este planeta lo retornaré a su lugar antes de perder todas mis fuerzas y las personas sumidas en un profundo letargo volverán a estar entre vosotros. No os será difícil reconstruir todo aquello que destruimos en nuestro primer ataque. Debéis saber que no hemos matado a ningún ser humano, todos los que se encontraban en el interior de alguno de los edificios derribados fueron enviado al Gran Agujero. Quise erigirme en dios de todos vosotros y quise que me obedecierais a la fuerza. Olvidé que la fe no atiende a coacciones, tener fe es algo que depende de uno mismo. Olvidé que solo hay un Dios.

           »Hace muchos años nuestra raza era la vuestra. Avanzamos mucho gracias a los conocimientos que nos ofrecieron visitantes de otros planetas. Con el tiempo, fuimos nosotros los descubridores de otros mundos. La tele-transportación era un arte fácilmente dominado por cualquier vossedumet. Debido a diversos avatares de nuestras odiseas espaciales, perdimos la capa de epidermis de nuestra piel, el pelo que cubría la misma, y la capacidad de alimentación de nuestras células. Tuvimos que aprender cómo alimentarlas para poder seguir con vida. Descubrimos que el único modo era fusionarnos con un cuerpo semejante al nuestro, perdiendo así nuestra propia imagen y adquiriendo la del hospedador. Fueron unos siglos muy duros. Vimos el final de nuestro planeta y el de varios planetas más. Tuvimos que imponernos por la fuerza en muchas ocasiones.

           »Llevamos años pensando en regresar a casa. Voisse es el planeta Tierra. Le cambiamos el nombre para no alarmaros. El universo paralelo del que os hemos hablado no es más que vuestro propio universo en un futuro no muy lejano. No venimos de un lugar paralelo a éste, sino de este mismo lugar. Hemos regresado del futuro para intentar cambiar aquello en lo que nos equivocamos. Ha resultado muy difícil llegar de nuevo aquí viajando hacia el pasado. No queríamos presentarnos como viajeros en el tiempo, para deciros que los «vossedumet» no eran más que «terrícolas» que venían del futuro. Pensé que podríamos vivir todos aquí, juntos, siguiendo mis leyes.Sé que en breve quedaremos extinguidos, pero no la raza humana, porque vosotros luchareis para tener un futuro distinto al que nosotros hemos conseguido.

           »Yo he utilizado el nombre de Dios en vano y por ello seré castigado. Me creí Dios y así me nombré, pues eso significa mi nombre. Me equivoqué. Solo Dios puede ser Dios, y ningún ser vivo puede suplantarlo ni dudar de su existencia.

           Ante nuestros ojos, desapareció, él y todos los otros seres que le acompañaban. Nos habíamos quedado solos. Si aquellos seres íbamos a ser nosotros en un futuro, valía la pena intentar cambiar y no cometer los mismos errores que cometieron ellos. Dicen que la Fe mueve montañas, quizás sea cierto. A partir de aquel día, nosotros seríamos los guardianes de la Fe.

           Miles de noticias aparecían en todos los canales. El Vaticano, Italia, Israel, las iglesias y centros de culto, volvían a estar en su lugar. Como si todo lo acontecido no hubiese sucedido, el mundo volvió a la normalidad. Todas las personas que creímos muertas y desaparecidas volvieron a estar entre nosotros. No recordaban dónde habían estado ni qué les había ocurrido. Para ellos no habían pasado aquellos meses. Volvimos a ver al Santo Padre Benedicto XVI. Aparecía rezando, rodeado por todos los cardenales que habían sido convocados en el Vaticano. Se dio a conocer el motivo por el que Su Santidad les había reunido aquel día: debía comunicarles que un enviado de Dios le había anunciado que alguien pretendía aniquilar la Iglesia. Tenían que evaluar la situación y reflexionar sobre las medidas a tomar contra aquellos seres que pretenderían dinamitar la fe en Dios.

           No solo no era el fin, sino que aquello fue el resurgimiento de la Iglesia Católica.

           La vuelta a la normalidad nos pilló desprevenidos. Los que recordábamos todo lo ocurrido, veíamos el mundo de otra forma. Los que desaparecieron y regresaron, no podían creer todo lo que les estábamos contando. Poco a poco, tendríamos que digerirlo. Solo un enigma nos quedaba por resolver: ¿Por qué unos pequeños bacilos pudieron acabar con ellos? Teníamos un nuevo futuro por delante para descubrirlo.

           ─Bien hijos míos, os espero el domingo en la iglesia, a misa de once ─dijo don Gervasio.

           ─Allí estaremos ─me sorprendí a mí mismo contestándole.

           Don Gervasio sabía que acabaría sucumbiendo. Y es cierto, aquello había hecho que me replanteara mis creencias. Ahora sabía que el infinito universo que nos rodeaba estaba lleno de vida. Podía creer en Dios, sabía que, de algún modo, Él nos protegía.



FIN