Historias de Instituto

Cargado con la mochila, bajé del autobús y mis temblorosas piernas avanzaron los veinte metros que me separaban de las puertas del instituto.

      Logré llegar sin un rasguño, aunque en ese breve trayecto,  mis gafas cayeron al suelo, mi bocadillo cambió de mochila y el móvil apagado que llevaba en mi bolsillo fue aplastado por una apisonadora humana. La riña que me daría mi madre por ello sería morrocotuda. La pobre, creía que yo era un matón de patio y que peleaba por pura diversión.

      Entré en mi clase de Segundo de ESO por segundo año consecutivo y me senté en la silla más próxima a la mesa del profesor. Observé con detenimiento a mis nuevos compañeros, aquellos con los que iba a convivir los largos nueve meses que tenía por delante.
 
      Para las chicas, yo era un cero a la izquierda, el invisible de la clase, el repetidor de turno que no querían ni ver, dada mi enclenque apariencia física. Si me hubiese muerto ese verano, no habrían derramado una sola lágrima. De todos modos, poco importaba porque ninguna de ellas merecía un segundo de mi atención. Tanta superficialidad me resultaba antinatural.

      Para los chicos, yo era la oveja negra del grupo, el bufón en su corte de necios o el saco de boxeo para adiestrar los puños. Entre mis otros títulos, figuraba también el del pardillo a quien podían colgarle el muerto en caso de necesidad.

      Con dieciséis años cumplidos, casi diecisiete, entre mis antecedentes obraban una enfermiza infancia y una soledad inusual para un chico de mi edad. Sin amigos y sin aficiones, pasaba el tiempo soñando que algún día dejaría de estudiar y me pondría a trabajar, que conocería a una buena chica y viviría con ella toda mi vida y que formaría una familia que me haría sentir útil en la sociedad carroñera que me había tocado sufrir.
 
      La angustia que me tenía clavado a la silla con actitud observadora, se calmó cuando entraron dos adultos bastante serios que, sin soltar palabra, hicieron que el silencio reinase de inmediato. El más alto, que dijo ser el Jefe de estudios, se dirigió directamente a mí y me ordenó que cogiese mis cosas  y le acompañase al despacho del director. Varios ojos interrogantes me siguieron hasta la puerta. Ya en el pasillo, embargado por una terrible sensación de pánico, le pregunté si podía decirme el motivo por el cual debía ver al director, pero ignoró mi preocupación y me pidió que guardase silencio. ¿En qué lío me habrían metido esta vez? 

      Me sorprendí al encontrar en el despacho a mis padres junto a un hombre y a una mujer. El director, con una enarcada ceja que parecía buscar el cielo, me pidio que tomara asiento. El jefe de estudios se sentó a mi lado. Éramos siete personas en un despacho de cuatro metros cuadrados. El sudor comenzó a correrme por la frente y sentí que iba a formar un charco bajo las patas de mi silla.

      Los ojos de mi padre se me antojaron las puertas del infierno; los de mi madre, una fuente de agua cristalina; los del director, la oscuridad de la noche y; los de aquel hombre y aquella mujer, un inmenso agujero negro. El jefe de estudios guardaba una mirada gris que no supe descifrar.

      Intuí que no sería una conversación placentera. Empezó hablando el director para indicarme que la situación era complicada y que mis padres habían llegado a un acuerdo con los padres de Miriam. ¿De quién hablaban? Aclaró, ante mi inexpresiva cara, que dejar preñada a una chica no había sido una buena idea. Me quedé mudo del susto y casi me trago la lengua al intentar pedir explicaciones. Dijo que, sus padres, los del agujero negro, y los míos, ya habían acordado que se haría la prueba de paternidad y, si ese hijo era mío, fijarían la fecha de la boda.

      ¡No lo podía creer! 
 
      Al fin, desenredé mi lengua y mi voz surgió potente cuando grité que yo no era el padre de ninguna criatura. Mi supuesto futuro suegro, con voz aún más enérgica que la mía,  me pidió respeto y me obligó a prometer que pasaría la prueba. El director impuso calma y finalmente accedí, al fin y al cabo, nada había que perder. Y, por supuesto, jamás pensaba casarme con esa embustera.

      Llamaron a la puerta y asomó la cabeza una chica que no había visto nunca. El director le indicó que entrase y tomase asiento en la silla que quedaba libre a mi lado. ¿Sería Miriam?¡Si no me había acercado a ninguna chica en todo el verano, cómo puñetas la iba a dejar preñada! Supongo que me espanté con solo pensarlo y dos tomates de ensalada asomaron a mi cara cuando la miré a los ojos. Su padre,  enfurecido, me dijo que ya era tarde para avergonzarse. ¡El colmo!

      Debo reconocer que la chica hacía bien su papel, seguramente algún día sería una actriz cotizada. Sus lánguidos ojos miraban al suelo y por su mejilla corrían unas tímidas lágrimas. Parecía un alma en pena. ¿Quién me habría metido en semejante embolado?

      Tomó la palabra sin permiso y pidió disculpas a todos los presentes.

      ─Lo siento. Siento mucho todo esto. Debí contaros lo que me pasaba ─confesó con lágrimas en los ojos, dirigiéndose a sus padres─. Querían gastarte una broma, Pedro  ─me aclaró con voz celestial mientras yo analizaba la sinceridad de su mirada─. No estoy embarazada, mamá ─admitió finalmente ante todos.

      No pude articular palabra. Nadie más lo hizo.

      ─Cuando me matriculásteis en este instituto ─argumentó mirando a sus padres─ no tenía amigos y conocí a unas chicas con las que salí algunas tardes. Ellas me presentaron a más gente. Yo quería encajar en este lugar. Marga, una chica de cuarto,  me ordenó gastar una broma pesada a Pedro, haciéndole creer que me había dejado embarazada. Le dije que no pensaba hacerlo y dejé de salir con ellas. Desde entonces, han estado molestándome casi todos los días. Cuando la portera ha venido a avisarme y me ha explicado el motivo de esta reunión me ha dejado de piedra, porque yo no le había dicho nada a nadie. ¿Puede explicarnos por qué estamos aquí, señor director?  ─exigió saber, mirando desafiante al director.

      ─¿Y usted se llama director? Esto no va a quedar así. Lo sabe ¿No? Nos veremos en el juzgado ─dijo su padre, antes de abrazar a su hija─. Vámonos cariño, hay institutos más serios que éste. Todo saldrá bien, no te preocupes.

─Pedro, tus moratones no se debían a peleas iniciadas por ti ¿Verdad? ─preguntó mi madre, como si de repente lo viese todo claro─. Perdóname, por no saber escucharte. No tienes por qué seguir en este antro. Si no quieres estudiar, nos parece bien. Ya encontrarás algún trabajo, cariño.

      Por fin, Libre.

      Antes de salir por la puerta, mi padre se giró y le hizo una pregunta al director.

      ─¿Fue Marga la que le contó el embuste? ─lanzó a la yugular, antes de dar la última estocada─. Supongo que debe ser terrible tener una hija como ella. Le acompaño en el sentimiento.

      Esta vez, el que se había quedado mudo del susto fue el director.

      Sentí que mi corazón iba a explotar de felicidad. Quería a mis padres y ellos también me querían. ¿Qué más podía pedir?

                                           *        *        *

Bueno, sí, cuatro años después comencé a salir con vuestra madre y cuando terminó la carrera nos casamos y nos pusimos a vivir aquí. El resto ya lo conocéis.

      ─Te quiero, Miriam ─le susurré al oído cuando se acercó a nosotros.

 

Ridícula actitud


Paramos a tomar fuerzas en un mesón de carretera y cuando pedimos la cuenta, descubrimos que nos habían robado el dinero. Ante semejante tragedia, el posadero propuso un modo para poder cancelar la deuda.

Mi marido, guiñando un ojo, aceptó el pago en especie y se ofreció a cantar sevillanas si era yo la bailaora. En un suspiro y sin arte, nos vimos pasando el trance. Él, de negro y camisa blanca, con cara de estreñimiento. Yo, de blanco y lunares rojos,  sudando arrepentimiento.

Los llantos de risa del público llenaron los platos de sopa y, en YouTube, aún triunfa el video  donde un par de gilipollas con ridícula actitud le dieron al cante flamenco un toque propio de humor.  

 

Deformación Profesional


Tomé mi último sorbo de gin tonic  y miré hastiado el reloj. Mi contacto llegaba tarde. A punto estaba de irme, cuando le vi llegar con la sonrisa puesta.

      ─Le gustará la mercancía, no se preocupe.

      Subimos en una tartana destartalada que corría como un rayo y llegamos  a la casa.

      Era morena y tenía unas redondeces dignas de ser pintadas por el mismísimo Goya. Se me hizo la boca agua nada más verla.

      Comenzó el ritual del corte y, tras aderezarla, un olor exquisito recorrió la estancia. Ansiaba probar aquel  “bocatto di cardinale”.  

      Cogí los cubiertos  pero, antes de dar el primer bocado, sonó el maldito despertador.

      Como siempre, tomé mi vaso de leche de soja y un sándwich vegetal y me fui a trabajar al Matadero.