Amigo invisible





Pisotear  burbujas plásticas
anima las tardes de invierno.

Tablao flamenco improvisado.

Manta con lunares de cartón
y bufanda ceñida al cinto
de un sudado pelotón.

Uno, palmea extasiado
la madera de un cajón.
Otro, reparte líquido 
en los vasos de latón.

Brindan por un año nuevo,
que sumarán a su historia.

Ayudados por las mantas,
las bufandas deshiladas
y la leche que traía
esa caja de cartón.





Y si en vez de blanco...


─¿Y si en vez de blanco, fuese negro? ─pregunté, mientras apartaba un mechón de pelo de la cara de mi madre─ ¿No decías que realzaba el color de tus ojos?


─¡Ay hija! Ya llegarás a mis años y sabrás lo que vale un peine. Déjate de bobadas, anda. Al que no le guste, que no mire ─respondió sin contestar, mientras se sujetaba los pelos descarriados.  
Los viernes íbamos juntas a pasear por el parque y contemplábamos extasiadas la paleta de color otoñal que nos rodeaba. A las cinco, nos sentábamos en uno de los bancos del pasillo central, nos contábamos las banalidades del día y divagábamos sobre la vida de las personas que pasaban arriba y abajo. Para mi madre, ese era el momento cumbre. Aquella tarde, el aire gélido que se había levantado, nos echó a patadas.
Ya no recordaba la mata de pelo negro que mi madre lucía en aquellas fotos del  álbum. Su cabello se pobló de canas prematuramente y arrancó de cuajo su juventud. Ella se acomodó en la vejez sobrevenida y acabó convertida en sombra de la mujer fuerte que algún día fue.
 
Yo me independicé a los veinticuatro años. Quería ser libre. Pensé que lo mejor para mis padres era  que no los atormentara con mis problemas. La hipoteca se tragaba la mitad de mi sueldo. Aun así, creía ser feliz en la distancia.

A principios del verano, una ola de calor se llevó a mi padre por delante. Demasiadas teclas inservibles en un piano que había dejado de sonar hacía varios años. Mi madre se quedó helada aquella mañana. Yo, me quedé sin habla al recibir la noticia. 

Tragándome el remordimiento, acompañé a mi madre en tan duros momentos y despedí el cuerpo hueco que un día albergó a mi padre. Él seguía allí, con nosotras. La vida se me antojó extraña, egoísta y sin escrúpulos.

Cogí mi maleta, puse unas piezas de ropa y regresé con ella. Sonreía cuando venía a despertarme  y también cuando me obligaba a acostarme. 
Dos semanas después me dijo que mi compañía había sido muy grata pero que no quería tenerme con ella ni un minuto más. ¡Me dejó muerta! Aunque sabía que era lo mejor para las dos. Pacté que saldríamos a pasear por el parque cada viernes  y comeríamos juntas los domingos. Aceptó sin rechistar.  
Aquel domingo me presenté con unos pasteles para el postre. Me deslumbró su cabello negro y sus ojos verde esmeralda. Una foto familiar me observaba. La sonrisa de mi padre iluminó mi cara.
─Gracias mamá. Por fin tengo la respuesta.