─¿Y si en vez de blanco,
fuese negro? ─pregunté, mientras apartaba un mechón de pelo de la cara de mi
madre─ ¿No decías que realzaba el color de tus ojos?
─¡Ay hija! Ya llegarás a mis
años y sabrás lo que vale un peine. Déjate de bobadas, anda. Al que no le
guste, que no mire ─respondió sin contestar, mientras se sujetaba los pelos descarriados.
Los viernes íbamos juntas a pasear
por el parque y contemplábamos extasiadas la paleta de color otoñal que nos
rodeaba. A las cinco, nos sentábamos en uno de los bancos del pasillo central,
nos contábamos las banalidades del día y divagábamos sobre la vida de las
personas que pasaban arriba y abajo. Para mi madre, ese era el momento cumbre. Aquella
tarde, el aire gélido que se había levantado, nos echó a patadas.
Ya no recordaba la mata de
pelo negro que mi madre lucía en aquellas fotos del álbum. Su cabello se pobló de canas
prematuramente y arrancó de cuajo su juventud. Ella se acomodó en la vejez
sobrevenida y acabó convertida en sombra de la mujer fuerte que algún día fue.
Yo me independicé a los
veinticuatro años. Quería ser libre. Pensé
que lo mejor para mis padres era que no los
atormentara con mis problemas. La hipoteca se tragaba la mitad de mi sueldo. Aun así, creía ser feliz en la
distancia.
A principios del verano, una
ola de calor se llevó a mi padre por delante. Demasiadas teclas inservibles en
un piano que había dejado de sonar hacía varios años. Mi madre se quedó helada aquella
mañana. Yo, me quedé sin habla al recibir la noticia.
Tragándome el remordimiento,
acompañé a mi madre en tan duros momentos y despedí el cuerpo hueco que un día
albergó a mi padre. Él seguía allí, con nosotras. La vida se me antojó extraña,
egoísta y sin escrúpulos.
Cogí mi maleta, puse unas
piezas de ropa y regresé con ella. Sonreía cuando venía a despertarme y también cuando me obligaba a acostarme.
Dos semanas después me dijo
que mi compañía había sido muy grata pero que no quería tenerme con ella ni un
minuto más. ¡Me dejó muerta! Aunque sabía que era lo mejor para las dos. Pacté que
saldríamos a pasear por el parque cada viernes y comeríamos juntas los domingos. Aceptó sin
rechistar.
Aquel domingo me presenté
con unos pasteles para el postre. Me deslumbró su cabello negro y sus ojos
verde esmeralda. Una foto familiar me observaba. La sonrisa de mi padre iluminó
mi cara.
─Gracias mamá. Por fin tengo la respuesta.
Me gusta ese sabor familiar de esta pieza, Yolanda. Me gusta mucho.
ResponderEliminarUn abrazo,
Gracias por tu visita, Pedro. A veces, uno necesita aferrarse a la familia.
ResponderEliminarUn abrazo,
Hermosa historia. La motivación es algo que muchas veces viene desde el fondo de los recuerdos, pues ¿qué somos, si no memorias vivas? Me ha gustado la sencillez y la profundidad del texto. ¡Felicidades!
ResponderEliminarMuchas gracias, Julio. Sí, puede decirse que somos memorias vivas. Nos retroalimentamos de recuerdos, de experiencias, de enseñanzas recibidas y de autoaprendizajes. Así somos, complejamente sencillos o sencillamente complejos, según se mire. Me alegró leerte de nuevo.
ResponderEliminarUtilizando la expresión de mi amiga Eugenia desde Argentina,
Te envío un "abrazo transatlántico intercontinental" hasta Mexico,
Qué bueno es leerte de nuevo yolanda, te extrañe!
ResponderEliminar¡Qué alegría! Yo también te he eché de menos. Ya ves que te tengo en mis pensamientos (Te cité en mi respuesta anterior).
ResponderEliminarCelebro que sigas ahí. Yo ando un poco descarrilada desde hace un tiempo. Deseando escribir más y sin encontrar tiempo para poder hacerlo. En ello ando.
Un gran abrazo transatlántico intercontinental para ti y para toda Argentina.
Saludos,