¿RECUERDOS DE LA ALHAMBRA?


Atrincherada en mi casa, huyendo de la ola de calor asfixiante que no deja respiro alguno en el Mediterráneo, he pasado algunas horas frente al televisor.

Entre las series disponibles, me llamó la atención el título de una serie coreana llamada “Recuerdos de la Alhambra”. Pensé rápidamente en Granada, una de esas ciudades que aún no he visitado pese a estar solo a quinientos kilómetros de distancia. ¿Coreana? Quise saber más, por supuesto.

Dieciséis capítulos en los que se busca al creador de un magnífico juego de realidad aumentada mientras se teje una historia de amor entre el inversor tecnológico que lo busca y la dueña de un hostal en Granada.

La he visto en versión original y subtitulada en español. Contiene todos los ingredientes que me atraen: acción, ficción, suspense, amor, y, de regalo, la nueva tecnología virtual. Un cóctel molotov difícil de agitar, pero, esta vez, ha valido la pena. Sin duda, Hyun Bin, lo borda. 

Nueva vida

 
 
 
 
 
 
La mezcolanza de razas era patente en aquel cuadro puntiforme y multicolor que divisaba a través del terrascopio. En una fracción de segundo, me sentí teletransportada a una vida anterior. Las neuronas de mi hipocampo solapaban en mi campo visual un encaje de bolillos plagado de coloridos y diminutos alfileres que sujetaban la labor a una cartulina anaranjada y plastificada. Parpadeé levemente y reseteé tal recuerdo.
 
Pronto sería uno más de aquellos puntos de la imagen. No sabía qué tonalidad de piel adquiriría, cuál sería el color de mis ojos o mi pelo ni, mucho menos, qué sexo me tocaría esta vez. ¿Acaso importaba?

Tres, dos, uno...

Creí que mis pulmones iban a romperse, la rabia se adueñaba de mí, me sentía amenazado por las fuerzas del universo. No lograba pronunciar media palabra y gruñía sinsentidos. ¡Mentira! ¡Estaba llorando!

Sentí una fuente de calor que me era familiar y aquel sentimiento de "zona segura" logró calmar mis inquietudes. 

Alguien estaría ahora al otro lado del terrascopio, oteando su futuro próximo, ajeno a la sorpresa que le deparaba este mundo.

Abrí los ojos  y la observé concentrada en su labor, moviendo los diminutos palos de madera primorósamente, derrochando amor por cada poro de su piel. 

¡Gracias, de nuevo, por esta nueva oportunidad! 

Nueva normalidad

¡Todo va a salir bien, mundo! Juntos somos más fuertes. 

El veintiuno de febrero fui al aeropuerto a recoger a Marisa, que llegaba cargada de buenas noticias porque habíamos logrado abrir mercado en Europa.  

Pero el Covid-19, aparentemente tan lejano, también llegó a España. Y el catorce de marzo se decretó el Estado de Alarma. De golpe, a golpes, aprendí qué significaba estar confinado. Marisa falleció el dieciocho de marzo y, supuestamente, alguien le dio sepultura.  

Cada día, el aplauso vespertino de mis vecinos venía a martirizarme. Lloraba mi estrenada soledad en un rincón del salón, ahogado en la pena de saberme vacío de amor y cargado de ira e impotencia.

Hasta que María, del 2ºA, falleció dos semanas después en las mismas circunstancias que mi mujer. La noticia se coló por la ventana de la cocina. Su marido dejó una nota bajo mi puerta: “Aplaudamos juntos. Tú también puedes hacerlo. Te esperamos esta tarde a las ocho. Luis. 2ºA.”

Ese día borré las lágrimas de mi cara, me di una ducha fría, afeité mi barba y cambié mi pijama por un chándal. Dejé la puerta del balcón entreabierta y escuché las primeras voces. Algunos mensajes de ánimo entrecruzados, niños preguntando cuándo aplaudir, y, de repente, el silencio. La puerta del balcón contiguo, del 2ºA, se había abierto, pero todos guardaban silencio.  Me armé de valor y decidí salir, a mi mujer le habría gustado. Luis y sus hijos rompieron en aplausos al verme, yo les devolví el aplauso. Un segundo después, el edificio entero estalló en aplausos. Alguien marcó una pausa y, tres segundos más tarde, un aplauso prolongado se destinó, como siempre, a todos aquellos que han velado por nuestra seguridad desde primera línea.

Hoy da comienzo la nueva normalidad, el batiburrillo de ideas dispersas por mi mente se afana en realizar un hercúleo esfuerzo por conciliar la nueva normalidad con los restos de mi vida. Sé que nos espera un futuro incierto, pero hay esperanza. 

Tengo ganas de volver al aeropuerto para esperar a Marisa, nuestra hija, aunque no sé cuándo se permitirá la llegada de vuelos procedentes de México. Seguramente, para nosotros, aún habrá que esperar otra nueva normalidad.

Adiós, Pepito, adiós

Una mañana te levantas y decides que todo irá bien, porque te lo mereces. Sí o sí, te vas de vacaciones.

Una ducha refrescante, el café solo y una tostada con mantequilla. Sales a la calle, presionas el mando del llavero y tu coche te da la bienvenida. Todo va sobre ruedas. 

Un semáforo en rojo salpica el arco iris que te acompaña, pero mantienes la calma. No dejarás que esa minucia emborrone el día.

Tu subconsciente, en cambio, ha tomado nota del detalle. La última vez que lo encontraste en rojo, acabaste en urgencias con traumatismo craneoencefálico debido a una colisión múltiple.

Bajas la ventanilla para inspirar el aire cálido de aquel día primaveral y tarareas la canción que está sonando en la radio. Sin esperarlo, una abeja empieza a revolotear por el salpicadero. Sabes que no debes distraerte cuando conduces y decides parar en el arcén para invitarla a salir. Mueves tu mano varias veces, esperando que el insecto siga la ráfaga de aire que le has proporcionado, pero la abeja ni se inmuta. 

Tu subconsciente, bolígrafo en mano, escribe la segunda línea en su lista. No has considerado tu reacción alérgica en caso de picadura, ni te ha pasado por la cabeza.

Y continúas intentando que la salida a aquel conflicto se realice de un modo pacífico, pero no hay forma de conseguirlo. Decides probar con un pañuelo de papel y coges la abeja con cuidado para lanzarla fuera del vehículo. Tras zarandear el clínex y despedir al visitante, lo guardas en tu bolsillo y continúas hacia tu destino.  

Un panel informativo indica que hay retenciones a diez kilómetros  y anuncia la posibilidad de optar por una vía alternativa. Cargado de optimismo, decides tomar la variante. Todo está saliendo redondo, no hay porqué preocuparse. 

Tu subconsciente, ya va por la tercera alerta. La última vez que alteraste una ruta, caíste por un terraplén y tu coche fue siniestro total. Tú, te libraste de milagro.

La carretera es estrecha, carente de arcén, pero el paisaje es digno de postal. Has subido la ventanilla para evitar nuevos intrusos y refrescas el ambiente con el aire acondicionado. Todo va como la seda. Estás ansioso por ver el mar, solo quedan doscientos kilómetros. Alcanzas un tractor enorme y disminuyes la velocidad porque no ves claro que puedas adelantarle. Al recordar la última vez que lo hiciste, te sientes afortunado. El cuentakilómetros bosteza mientras el coche avanza lentamente. No tienes prisa. Disfrutas de la vida.

Tres horas después, llegas a un pueblecito y atiendes a tu barriga, que exige con voz silenciosa que hagas una parada para comer algo. Te atrae el barullo que asoma por la ventana de un bar, y observas sus mesas repletas de gente y el buen ambiente que se respira en el interior. Te diriges a la barra con paso decidido, echas una ojeada al mostrador, lleno de tapas minuciosamente elaboradas, y te sientas en un taburete. Te das permiso para saltarte la dieta por un día.  Pides un bocadillo de tortilla con pimientos fritos, una tapa de ensaladilla rusa y otra de morro frito. Mientras esperas, tomas un quinto de cerveza bien fresquito. Como bien sabes, acabará cayendo alguno más.

Tu subconsciente anota, inquisidor, en su lista negra: los pimientos fritos que te provocan ardor de estómago, la ensaladilla rusa con esa mayonesa de sospechoso color, el morro frito que subirá tu colesterol a límites insospechados y  los quintos fresquitos que deberían impedirte conducir.

Saciado el apetito, te pides un carajillo para dar un toque de alegría a tu aventura. Luego, continúas la marcha. El sol brilla en lo alto y la carretera está libre de tractores. "Viento en popa, a toda vela", te diriges a tu destino.

Tu subconsciente, llamémosle Pepito, no sabe si darte una colleja o abandonarte a tu destino. Cinco quintos y dos carajillos y tú al volante. Deberían darte el alto antes de que ocurriese alguna desgracia. En la boda de Benito, una cerveza y un gin-tonic fueron suficientes para empotrar la moto en la furgona de delante; pero parece que has olvidado los tres tornillos y la placa que llevas en la pierna derecha. 

La carretera es recta y la luz del día la hace infinita. Has soñado tanto con esas vacaciones que nada ni nadie podrá impedir que las disfrutes plenamente. El mar te espera, en la bolsa llevas toallas de playa, bañadores y ropa, no te hace falta nada más. Todo está saliendo a pedir de boca.

Tu subconsciente sabe que no llevas protector solar ni sandalias de goma, ni tan siquiera un antihistamínico para tus alergias. Sabe que el mar es un hervidero de medusas y la orilla de la playa un terrible manto de cantos rodados. Le falta lápiz para tan larga lista.

A lo lejos, divisas un vehículo de la Guardia Civil. No tienes escapatoria, tienes que parar. Esperas no tener que soplar en esta ocasión. Con tu mejor sonrisa, saludas al agente que te ha dado el alto, le ofreces la documentación del vehículo y le muestras tu carnet de conducir. 

Tu subconsciente suda tinta china mientras reza el rosario. Solo faltaría acabar entre rejas. Has hecho caso omiso de todas las posibles amenazas que ha detectado y, ahora, se verá obligado a anotar en su repertorio una posible detención, la pérdida de puntos en el carnet de conducir y una sanción de no sabe cuánto importe.

Todo en orden, puedes seguir. Confirmado, hoy es tu día. Quedan solo cincuenta kilómetros y ya parece que el aire huele a salitre.

Tu subconsciente se ha quedado atónito ante esa suerte inusitada, pero no piensa bajar la guardia, sabe que algo acabará saliendo mal.

Tú, ya hace horas que has entrado en "modo vacaciones". La comida te ha sentado estupendamente y te sientes más vivo que nunca. Haces una parada técnica en una gasolinera y, luego,  continúas.

Pepito, ya repuesto del trance, recuerda que la última vez que visitaste los urinarios de una estación de servicio, tuviste que acudir al médico porque cogiste una infección inexplicable. Retoma la lista y sigue apuntando.

Ya puedes ver el mar a lo lejos, un inmenso azul se pinta en tus ojos. Llegas y estacionas en un aparcamiento anexo al paseo marítimo. A diez metros, extiendes la toalla en la orilla, te despojas de la camisa y el pantalón corto y dejas las deportivas junto a la toalla. Has tenido que pisar muchas piedras para alcanzar la arena del interior marino y te duelen los pies, pero no importa. Algo ha rozado tu muslo y tu brazo, pero lo ignoras. Te entra un calambre en la pierna y decides salir del agua, ¡No vas a darlo todo el primer día! Te tiras en la toalla para secarte tomando el sol y sucumbes al sueño.

Tu subconsciente está punteando frenéticamente aquella maldita lista de avisos a oidos sordos, cree que la comida copiosa, los quintos de cerveza, los carajillos y la visita a los urinarios de la gasolinera, te pasarán factura, más pronto o más tarde. Y no le cabe la más mínima duda de que el doloroso picor provocado por los "roces" de las medusas y la insolación que te está acechando, no serán un plato de buen gusto cuando despiertes de la siesta. Pepito sabe que aún queda día por delante.

Escuchas una voz que llama tu atención y despiertas de tu plácido sueño. Es una socorrista que te aconseja ponerte protector solar. Te deja unas muestras de regalo y, tras observar tu brazo y tu pierna, te ofrece también unos blisters de suero fisiológico como medida preventiva. No, no eres un adonis, hay más socorristas atendiendo a otros bañistas. Aquellas escoceduras, supuestamente provocadas por algún roce de medusa, han sido un mal menor y, además, mañana lucirás un bronceado espectacular. Quién sabe, igual conoces a tu pareja durante las vacaciones.

Recoges tus cosas y decides buscar el alojamiento que ya tienes concertado. No lo puedes creer, estabas justo delante de su entrada. Subes a la habitación y te echas en la cama. Lo dicho, todo ha salido redondo. Sonríes. Sabes que desde tu último percance automovilístico ya no escuchas aquella voz interna que se empeñaba en martirizarte todo el rato. A palabras necias, oídos sordos.

Tu subconsciente, altamente ofendido, ahora comprende por qué no atiendes a sus razonamientos. Quizás el milagro de tu salvación en aquel terraplén desconectó tu oído interior del altavoz de tu consciencia.  Mejor darte una patada en el trasero y dejar que te arrojes tu solo al abismo de la vida. 

Pepito acaba de ver una mujer sentada en la misma orilla de la playa, indiferente a las acciones de los dos niños que se pelean junto a ella, seguramente sus hijos, y se comen la arena a puñados. Y, también, observa al hombre, posiblemente su marido, que dormido sobre la toalla se encuentra junto a ella. Seguramente le van a salir ampollas si no se pone protección solar. Es momento de cambiar de hogar. Él también se tomará unas vacaciones. No le irá mal intentar transmitir tus recomendaciones a otros oídos más necesitados de su sabiduría.

Tú, estás feliz como una perdiz. Aún no entiendes cómo ni por qué. Por alguna razón te sientes más ligero que una pluma, como si te hubieras quitado un gran peso de encima.

Sacas tu móvil de la bolsa y haces tu primera foto. Seguramente, acabarás haciendo muchas más.


FUGA TRAVIESA

Ese día Soledad y Aurora cogieron su mochila y marcharon sin mirar atrás. Guiadas por el arrebol crepuscular que teñía de rojo el tapiz de sus pensamientos, paladearon el sinsabor de su silencio.
 
En su camino, conocieron a Olvido, una elocuente niña que retaba al mundo con su ilusión inmarcesible. Aunque el encuentro fue efímero, el murmullo efervescente de sus palabras insistió en acompañarles a cada paso. Fue así como retomaron el buen hábito de la conversación.

Horas después fueron capaces de mirar el mundo con ojos renovados y descubrieron que la fina luz estelar de la noche emitía iridiscencias etéreas que minaban sus sueños con semillas de serendi
pia.
 
Por la mañana, sintieron que el melifluo gorjeo de un pajarillo en la rama de un árbol era la inequívoca señal del final de su inefable epifanía.

Cada año, en la misma fecha, reviven su odisea y recorren la calle que les llevó hasta la glorieta. Desde allí, contemplan el amanecer sentadas bajo ese mismo tilo y rememoran la escapada pueril que les regaló el amor de su amistad.  

 

Y de postre, tronco de navidad


Los comensales, por razones que huían a mí entendimiento, preferían apiñarse sobre el suelo del salón contiguo.
De nuevo había pasado un año, pero esta vez, no estaríamos solos.
En el centro, triunfal y humeante, resplandecía la sopera con el cocido de navidad, manjar predilecto del dueño de la casa y, a su lado, reposaba la bandeja honda con tapa de cristal que mostraba un pavo relleno de foie con guarnición de castañas y frutos secos, tentación para el paladar de los más exigentes. Dos pasteles rellenos de marisco y cuatro pequeños cuencos con delicias al hojaldre remataban la presentación.
Latían voces nuevas en la casa y estaba ansiosa por conocerles.
Una a una, las espaldas agachadas se levantaron y hubo abrazos y besos. Decidí acercarme discretamente tras quitar el freno de las dos ruedas que me sujetaban.

Desde la puerta, vi que el dueño agradecía a los presentes su pronta reacción y, aunque su blanquecina cara parecía retornar del inframundo, esbozó una sonrisa que iluminó la estancia. Dos hombres lo sentaron en el sillón y, recuperado de su vahído, apremió a sus invitados para que degustaran la cena del servicio de catering. Perplejos miraron mi nueva ubicación.

El dueño se acercó y, posando su mano sobre mi pulida madera, dijo: “No os asustéis hijos, en su corazón de roble late tanto amor por mí que, a veces, creo que es vuestra madre”.

Un niño acercó su mejilla a una de mis esquinas y susurró: “Me alegro de conocerte yaya”.

 
 

Un cuento desde el más allá


Allá por el año 66, de un siglo al que los humanos llamaron 20, nació un grupo de seres extraordinarios dotados de poderes inimaginables. Los magos de mirada oscura vaticinaban días de guerra, tiempos de llantos y décadas de silencio.

Al principio de los tiempos, aquellos seres unidos buscaron el lugar donde nacen los Sueños, con el firme propósito de alcanzar el suyo propio y marcar con su impronta los senderos de la Historia.

Tuvieron que lidiar batallas difíciles y esquivar las brechas intangibles que acecharon sus andanzas. No hubo gloria, ni risas, ni oratoria y, finalmente, todos se dispersaron permitiendo que una tupida sombra acampara sobre sus cabezas.

Entrados en el siglo 21, asomaron las primeras luces. Algunos construyeron mil puentes entre los escarpados abismos que los separaban. Pero, aun así, no lograron acercarse. El porte orgulloso del todopoderoso Tiempo había roto los lazos que los unieron un día.

Medio siglo ha pasado desde su nacimiento, la esencia perdura y los lazos invisibles siguen en algún lugar de sus corazones.  Fue la unión de unos pocos la que atrajo a otros pocos, y la fuerza de varios la que encendió las ascuas.

Brilla ahora de lejos, la luz que los ilumina y sirve de guía a los que aún no la han encontrado. Sabemos, que todos lograrán encontrarla.


Desde este palco, auguramos tiempo de paz y armonía, de estrechamiento de lazos y entendimiento mutuo. Atrás queda el mal presagio de los magos nefastos y queda abierta la puerta al festejo y la celebración.

Siempre juntos.

 

THE VIP BOX



«The End» era un título gancho que activaba el interruptor cerebral de cualquiera. Muchos babeaban imaginando un sinfín de escenas apocalípticas.

La joven directora y el resto de personal del equipo de rodaje habían firmado un pacto de silencio y «No comment» era su respuesta oficial. Discípula de otro director de reconocida fama, la sombra de tan rico árbol vaticinaba un éxito asegurado. 

El primer día de ventas, las entradas se habían agotado y los vecinos del municipio dónde iba a celebrarse el estreno ni se habían enterado. Indignados, reclamaron a sus ediles la instalación de pantallas panorámicas en las calles principales y, aceptada la petición, se anunció que el día de la gala quedaba autorizada la ocupación de dichas vías públicas mediante sillas de propiedad particular con determinadas dimensiones.

La noticia del visionado gratuito del estreno para todos los vecinos, atrajo a cientos de personas de municipios colindantes que reclamaron también su derecho a disfrutar del acto alegando ser vecinos de proximidad.

Se adoptaron medidas adicionales: Cada empadronado podría colocar un máximo de diez plazas en la calle, pudiendo alquilar aquellas no utilizadas a habitantes de otro lugar.

Las sillas rejuvenecieron, se arreglaron las desvencijadas patas de las más viejas y se pasó una capa de barniz a las más necesitadas.

Finalizada la proyección, Yale Youthful, nueva directora lanzada a la fama, dirigió unas palabras a los espectadores de la calle: «¡Sois un pueblo fantástico!»

Apiñados en las ventanas, los residentes aplaudieron a rabiar.