Sonido de tambores

Su temblorosa mano se resistía a introducir la llave en el bombín de la puerta, la noticia recibida la había dejado sin aliento. Aquella oscura mañana había estado en la consulta del doctor Ramírez, un afamado neurólogo que le había recomendado su oftalmólogo. Regresó a su casa caminando lentamente, respirando despacio, intentando digerir cada una de las palabras escuchadas, mientras asistía obligada al más grandioso desfile de tamboradas. La palidez de su cara anunciaba el trágico desenlace que la esperaba.

           Con el tiempo, sus dolores de cabeza se habían incrementado y no le resultaban tan llevaderos. Sus migrañas y sus neuralgias nacieron durante la pubertad y casi había aprendido a vivir con ellas. Dos visitas al neurólogo en plena adolescencia le resultaron suficientes para convencerse de que no debía volver a visitarlos. Sin hacerle ninguna prueba, le recetaron relajantes musculares que la adormecían tanto que no era capaz de articular palabra y la anulaban como persona. Así no podía ser una joven normal. Descubrió la aspirina y el alivio temporal que sus efectos le producían. El ácido acetilsalicílico era un vasodilatador que la ayudaba a sobrellevar aquellas molestias. De la úlcera, tuvo que encargarse siendo ya adulta, pues nadie le había explicado que tomar seis comprimidos cada día resultaba demasiado agresivo para su estómago. 

           Una consulta al oftalmólogo la puso sobre aviso, había detectado algo extraño en el fondo de su pupila y la visita al neurologo resultó ineludible. El día anterior le habían realizado una resonancia magnética y una serie de analíticas ordenadas por el doctor, rutinarias, según dijeron. La enfermera le comentó que seguramente tardaría un mes en conocer los resultados de todo aquello y que no debía preocuparse en absoluto, ya que normalmente las migrañas eran producidas por causas psicosomáticas. Aquella mujer la tranquilizó. Llevaba tiempo con aquellos dolores de cabeza, toda su vida quizás, pero había entrado en la etapa premenopaúsica y sus neuronas se habían empeñado en hacerle la vida aún más imposible, simplemente eso, estaban volviéndose unas viejas gruñonas. Cada día, las neuronas de su cerebro aporreaban su cráneo sin piedad. 

           Ella era fuerte y activa, realizaba ejercicio, seguía una dieta sana, no tomaba alcohol, ni cafeina, ni tabaco, ni chocolate. Casi parecía que había hecho un pacto con sus neuronas, de modo que si ella se portaba bien, ellas la dejarían vivir más o menos en paz. Sabía que esos dolores eran difíciles de controlar en el periodo premenopaúsico y tenía que superarlos fuera como fuese.

           La inesperada llamada de aquella mañana la dejó desconcertada, el doctor Ramírez había requerido que acudiese a su consulta sin cita previa, lo antes posible. Llamó al trabajo para indicar que tardaría un poco en llegar. Nadie le pidió explicaciones, eso era lo bueno de ser la jefa.

           Gozaba de buen humor pese a sus recurrentes migrañas, tenía buenos amigos que la apreciaban y comprendían que un sábado les diese plantón porque estaba acostada en cama sin poder abrir los ojos ni oír ningún sonido. Lo de sus migrañas y neuralgias era de conocimiento público, nunca lo había ocultado, tampoco hubiera podido.

           La expresión circunspecta del doctor Ramírez le dejó helado el corazón. Tomó asiento y le miró fijamente a los ojos. Él estuvo mucho tiempo hablando con ella, explicándole detalles, animándola, ofreciéndole cifras, incluso mostrándole estadísticas sobre resultados favorables obtenidos con los tratamientos que ella iba a iniciar. Por un momento, le pareció que otro ser se hallaba frente al doctor, que no era ella, que su yo había desaparecido. Aquella conversación no estaba teniéndola con ella, sino con otra persona. Quería huír, creer que todo era una burda mentira, un fallo en la conexión de alguno de los circuitos de su vida, que aquello no iba con ella. Pero no era así. La pesada realidad presionaba sus hombros clavándola aún más en aquella silla, obligándola a escuchar una extraña historia que no quería conocer, una nueva vida que no quería empezar. 

           Regresó a su casa, logró abrir la puerta y se dirigió a su habitación, cerró la ventana y se puso el chándal, ése era un buen momento para tumbarse en la cama, quizás de ese modo, esa maldita banda de tambores instalada en su cabeza la dejaría descansar.         

2 comentarios:

  1. Me ha parecido muy llamativo tu relato, Yolanda. Sobre todo porque yo soy una de esas personas que sufre constantemente de migrañas. De hecho, un día fuera de lo común para mí es cuando el dolor de cabeza no me viene a visitar.
    Como comentas, se aprende a vivir con el dolor pero siempre es preferible no tenerlo.
    Gracias por compartir tu narración.

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  2. Ciertamente se aprende a vivir con migrañas e incluso, con la combinación explosiva de migrañas y neuralgias. Lo sé porque también soy una sufridora de ambos tipos de dolencias. Y sí, debo confesar que me dolía la cabeza cuando escribí este trágico relato. Será la ira contenida, la que me hizo darle ese toque ennegrecido. Intentaré usar mi pincel rosado la próxima vez. Jajajajaja. Sigo con el dolor de cabeza, pero no pierdo mi buen humor.

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