Nunca imaginé que me cambiaría
tanto la vida aquel accidente de coche.
Salí ileso de mi destrozado
Talbot y saqué al otro conductor del interior de su vehículo. Al parecer, se
hallaba inconsciente. Dos segundos después, explosionó su sedán, se nubló mi vista
y desperté en el hospital.
Tras los trámites policiales, una
enfermera me comunicó que el individuo que había chocado conmigo, Juan, se
encontraba en coma. No supe reaccionar en ese momento. Únicamente acerté a
pensar que me había librado de una buena.
Volví a casa lamentando mi
desastrosa vida. Sin trabajo, sin Talbot
y sin dinero, había tocado fondo; aunque yo, al menos, era consciente de mi
desgraciada existencia. En cambio, Juan, yacía en una cama de hospital, ajeno a
la vida circundante.
Me levanté al día siguiente dispuesto a
encontrar un trabajo que me ayudase a salir adelante, pero corrían malos
tiempos y, conseguir un trabajo era más difícil que encontrar una aguja en un
pajar.
Me paré frente a la puerta del hospital y pensé en Juan. Quería
saber cómo estaba y si habían localizado a algún familiar. Decidí visitarle. No
le guardaba ningún rencor, aunque se hubiese cargado mi coche.
Seguía en coma. Nadie había
preguntado por él ni habían localizado familiares. Entré en la habitación y me
presenté formalmente. Era extraño hablar con un cuerpo que no daba la más
mínima señal de vida. Proseguí mi conversación pausada, explicándole quién era
y a qué me dedicaba, es decir, a qué me dedicaba antes de ser despedido del
trabajo y ser uno más en el gran ejército de parados que asolaba España.
Una hora después de monólogo
ininterrumpido, un sonido ensordecedor inundó la habitación. Una chispa de vida
bombeaba la sangre en sus venas. Al parecer, Juan, iniciaba su camino de
retorno. Mi nuevo amigo había salido del coma. Me pidieron que abandonara la
habitación y regresé apesadumbrado a casa.
Le visité al día siguiente y, curiosamente, reconoció mi
voz. Me agradeció el monólogo del día anterior y me explicó que una fuerza
poderosa le empujó a regresar de allá donde estuviese. Diez días después, le
esperaba frente a la puerta del hospital con mi nuevo Talbot de tercera mano
recién lavado. Lo llevé a su casa y tras pedir comida china, me invitó a comer.
Sin conocidos ni familiares en
este país, le era difícil relacionarse con la gente. Trabajaba para una
multinacional como mediador en procesos de reestructuración de empresas. Aquel
cargo tan rimbombante me picó la curiosidad y quise que me explicara en qué
consistía exactamente su labor. Como me temía, era uno más de esos mequetrefes
que se dedican a destrozar familias y arruinar vidas humanas, haciendo más
llevadero a los directivos el difícil trance de echar a la calle a sus pobres
trabajadores. No pude escuchar más. Me
levanté indignado y abandoné, dando un portazo, aquel piso de la Gran Vía que debía
tener más de doscientos metros cuadrados y todo tipo de lujos imaginados y por imaginar.
Los días pasaban con más pena que
gloria y los meses de cobro del paro tocaban a su fin.
Aquella mañana, su número
apareció en la pantalla de mi móvil. No tenía noticias suyas desde entonces.
Preferí ignorar su llamada y mantener mi orgullo altivo. Finalmente, dejó un mensaje. Me citaba en un bar
próximo a mi casa para hablarme de una oferta de trabajo. Lleno de dudas,
me tragué el orgullo y acudí a la cita. Allí estaba él, en mangas
de camisa y pantalón vaquero, tomándose una voll-damm. Me acerqué sopesando
lo mezquino de mi comportamiento, pero recordé que mi cuenta estaba en su límite más bajo y eso me dio fuerzas para presentarme frente a él.
Estrechar la mano de alguien que te provoca arcadas es algo a lo que aún no
estaba acostumbrado, pero las circunstancias personales me imponían adoptar ese
papel. Supongo que mi cara debía ser un poema en ese momento.
Se tomó su tiempo para llegar al
quid de la cuestión. Conocía mi anterior
trabajo porque yo mismo le había hablado de él en el hospital y, al parecer, mi
perfil reunía los requisitos necesarios para ocupar el puesto que me iba a
ofrecer. Quedé expectante, deseando echar a correr en cuanto escuchase su
proposición, pero no pude. Noté que la sangre abandonaba mi cara y vi el
reflejo de mi alter ego en el espejo de la pared que había detrás de él. Me ofreció ocupar su puesto. Él había
sido requerido en otro país y no podía
permanecer más tiempo aquí para liquidar las empresas que aún no había
visitado. Sueldo desorbitante, piso con gastos pagados, coche de lujo, vacaciones
pagadas por Europa y una tarjeta oro para mis gastos personales. Mi interior se
negó rotundamente pero mi boca pronunció un sí sumiso que sería mi billete a la fatalidad.
Y aquí estoy, recordando el día
en que cambió mi vida, intentando luchar por regresar a mi anterior existencia,
escuchando la penosa historia de un desconocido. Lo he
conseguido, a punto he estado de irme al otro barrio, pero este pitido
ensordecedor me da la bienvenida. Esta vez seré yo quien pague el Talbot de este
desgraciado, antes de comprar su alma.
Con el tiempo, comprenderá que esto es una maldición y algún día, aunque no lo
quiera, deberá pasarla a otro.
Yolanda, original relato encadenado de maldiciones. Muy actual y con mucha crítica.
ResponderEliminarRecuerdo una vez, que una chica con la que salía me contó que su primer novio lo conoció tras atropellarla, fortuitamente por supuesto. Y es que los accidentes pueden unir después del desastre en sí del hecho.
Me gustó como lo resolviste.
Un abrazo.
Me alegra que te gustase. Siempre he creído que ciertos encuentros pueden cambiarte la vida. Unas veces para bien y otras para mal.
ResponderEliminarQuise hacer un micro con la frase de tu relato ganador de radio castellón, pero no llegué a tiempo. Asi que el micro lo convertí en macro.
Un abrazo.
Solo se me ocurre decir: has hecho de una accidente una gran historia.
ResponderEliminarBuena idea de pasar el micro a macro.
Un abrazo.
Me alegra verte CDG. Gracias por pasarte y comentar.
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