Un día sin reclamaciones




Un aire irrespirable con aromas de alcanfor, se afanó en recibirme cuando abrí la puerta de aquel cubículo llamado Despacho de Reclamaciones.

     ─Siéntese y espere su turno ─dijo una voz desganada que se ocultaba tras una espalda  de melena rubia.

     Tomé asiento, dejándome caer cuidadosamente sobre la desvencijada silla que había al lado de la puerta. Rápidamente comprendí el mensaje subliminal escondido en aquel pozo de lamentaciones.

      Una ventana casi inexistente dejaba entrar el único rayo de luz que arrojaba vida en aquel  lúgubre cuartucho. Por el lateral del plafón oxidado que adornaba el techo, asomaba la cabeza una de esas arañas de patas largas que, aprovechando la cegadora luz natural, se lanzó al vacío  y se posó en la cabeza  de la señora rubia. Me entraron ganas de acercarme y darle un manotazo pero reprimí mis instintos, no fuere que mi gesto se mal interpretase y las gracias viniesen con sopapo de regalo.

     El descascarillado de la pintura estaba esparcido por el suelo, a modo de confeti festivo, supongo que para dar un poco de alegría a la estancia. El azul cielo que se vislumbraba por algún rincón de las paredes, había adoptado un tono grisáceo que concordaba de mil amores con el resto del decorado.

     ─¡Lo que tiene que aguantar una! ¡Todo el día aquí sufriendo ingratitudes de algunos maleducados que se creen en posesión de la verdad! ¡Total, para cobrar cuatro duros! Si yo fuera usted, pedía un aumento de sueldo en concepto de plus de peligrosidad. ¡Faltaría más! Y de mi instancia, no se preocupe, rómpala, que por diez pesetas no vale la pena reclamar ─gritaba haciendo aspavientos la señora  mientras levantaba sus posaderas de aquel viejo sillón─. Deje de llorar mujer, que ya me encargo yo de decirle cuatro frescas a ese tipo.

     Sin más, desapareció de nuestra vista, portando un abrigo alcanforado que sería difícil de olvidar. En lo alto, dos patas alzadas nos dieron la despedida.

     ─Siéntese aquí por favor ─me invitó la funcionaria, señalando el viejo sillón─. Usted dirá.

     Acudí inmediatamente y recordé el motivo que me había llevado hasta allí.

     ─Mire usted, quisiera presentar una reclamación porque me han cobrado de más en la licencia de obra menor que he solicitado ─le mostré la instancia acompañada del justificante del ingreso─. Como puede ver, el presupuesto estimado de mi obra es de mil pesetas pero el tipo impositivo lo han aplicado sobre diez mil pesetas. Creo que es justo que reclame la devolución del importe ingresado indebidamente ─concluí satisfecho mi exposición.

     Noté algo en la mirada de la joven, y tras un momento de silencio sepulcral, el aspecto vidrioso de su retina culminó en un aluvión de lágrimas esparcidas por toda su cara. Atónito, quedé expectante.

     Tras retomar el aliento, se vio obligada a disculparse.

     ─Disculpe, señor. Hoy he tenido un mal día. No lo digo por usted, que es todo un caballero. Pero es que… Hace un rato, un señor  ha saltado como un león sobre esta mesa, ha lanzado mis gafas por el aire y me ha puesto de vuelta y media. Total, porque le he dicho que su reclamación era improcedente.

     ─No se preocupe, la entiendo. Olvídese de ese asunto, le aseguro que yo no pienso subir sobre la mesa ─dije sonriente, esperando aligerar la situación.

     Secó su rostro y, tras quitarse las gafas, parpadeó varias veces y respiró profundamente. Tenía mirada de ángel. Era inconcebible que algo tan absurdo hubiese sucedido allí mismo.

     ─Ya me encuentro mejor. Gracias y disculpas de nuevo. Veamos su instancia. Sí, efectivamente el presupuesto de ejecución material asciende a mil pesetas. Ahora, veamos la liquidación. Sí, efectivamente el tipo impositivo del uno por ciento se ha aplicado sobre diez mil pesetas. Y bien, ¿dónde está el problema?

     De repente, su mirada de ángel se me antojó un poco menos pura y esas pestañas largas que me obnubilaron hacía un instante, se convirtieron en horcas demoníacas.

     ─Pues, como ya le he dicho, el problema está en que me han cobrado novecientas pesetas de más y creo que bien merecen ser reclamadas ─contesté, intentando mantener la calma.

     ─Perdone, pero está usted equivocado, la liquidación es correcta ─dijo con una naturalidad pasmosa─. El artículo cuarto, apartado dos, de la ordenanza fiscal reguladora del Impuesto sobre Construcciones, indica claramente que el tipo impositivo aprobado será aplicado sobre el presupuesto de ejecución material provisional de la obra ─continuó impasible tras comprobar cómo asentía con la cabeza ante su entrada en razón─. Pero, la disposición transitoria segunda de la misma ordenanza, también indica claramente que, el presupuesto de ejecución material de la obra será multiplicado por diez, al objeto de cubrir posibles daños ocultos que puedan aflorar en la vía pública, durante los diez años siguientes a la realización de dicha obra.

     Un sentimiento arrebatado de comprensión humana se apoderó de mí, y sentí que debía razonar con aquella funcionaria mi caso particular.

      ─Sí, me parece una disposición bastante adecuada pero, no afecta a mi licencia de obras. En mi caso, la obra consiste en el cambio de una ventana interior, con vistas a mi corral particular. Como comprenderá, poco daño, o ninguno, puede causar mi obra a la vía pública.

     ─Y usted debe comprender que está hablando con una funcionaria pública que ejerce sus funciones siguiendo la normativa establecida, motivo por el que no debe hablarme como si fuese corta de entendederas ni debe faltarme al respeto. Ya que, le aseguro a usted, que le comprendo perfectamente. Pero, insisto, su liquidación está perfectamente liquidada.

     Un fogonazo de transfiguración aceleró mi torrente sanguíneo y, cual león ansiando desollar su presa, salté sobre la mesa y comencé a soltar unos improperios que jamás hubiese imaginado que mi boca pudiese articular. En ese momento, se abrió la puerta y se paralizó el mundo.

     ─Ve usted, señor alcalde. Esta funcionaria se merece un plus de peligrosidad. ¡Aparte a ese mameluco de ahí, que se la va a comer!

     La voz de pito de la señora rubia, hizo que reencontrará el norte y me bajé inmediatamente de la mesa, no sin pedir disculpas a todo el respetable e irme de allí sin presentar ninguna reclamación.


4 comentarios:

  1. Yolanda, presentas hoy un relato con una excepcional recreación de lo que nos imaginamos es el laberinto de la burocracia y esos cuadriculados funcionarios. Yo que he estado acostumbrado a lidiar con ellos, te diré que hay de todo como en todas las profesiones. Existen los amables y empáticos y los cerrados de mente. Creo que un termino medio es lo ideal. Aunque me pongo en su piel y seguramente se deben topar con cada elemento.

    Me ha gustado la ironía y el sentido del humor que has sabido impregnarle.

    Te felicito pues me ha encantado el relato y me parece redondo.

    Un abrazo.

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  2. Gracias Nicolás,

    Presenté este relato en el I Concurso Internacional la Sonrisa de Quevedo, pero no logró alcanzar la gloria.

    Lo más irónico de la historia es que está basada en un hecho real y aunque, la he adornado dándole un cierto toque literario, las lágrimas de la funcionaria fueron reales y el arranque de un contribuyente subido a la mesa, también.

    Un abrazo.

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  3. Este relato me encanto!
    Es gracioso, pero totalmente cierto. No me gustaría tener la oportunidad de trabajar en eso.
    Aunque acá en Argentina no se abofeteen, les encanta decir "bellas" palabras sin parar.
    Puedo ver que el sistema es el mismo en todos lados. Te atienden como reyes cuando te quieren engarzar para que gastes tu dinero con ellos, pero a la hora de reclamos te mandan a un cuartucho como esos, y las que te tienes que aguantar.
    Como ya dije, me encanto tu relato!
    Te sigo leyendo!
    Abrazos!

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  4. Gracias por estar ahí Eugenia. Un fuerte abrazo.

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