Adelanté
presuroso un pie para ponerlo encima del pequeño trozo de papel. El otro, tuve
que apoyarlo sobre el bordillo de la acera porque casi pierdo el equilibrio. Alineado
con mis colegas, palidecí al ver el flash que inmortalizaba tan fatídico momento.
Fingí
recibir una llamada y permanecí inmóvil al aparato mientras todos desfilaban
hacia sus vehículos. Me agaché para atar unos cordones inexistentes en mis
zapatos y recogí la foto que había caído al guardar mi pañuelo. Hubiese sido
difícil de explicar por qué una cara tan conocida, con el torso semidesnudo, estaba
en el bolsillo de mi chaqueta.
La
vi alejarse tras el cristal tintado del coche más largo de toda la comitiva. Nuestro
pasado común seguía vivo sólo entre mis manos.
Al
día siguiente, la foto de portada de los periódicos que se hicieron eco de aquella
reunión de grandes empresarios, mostraba una formación de blancas sonrisas sobre
una fila de piernas paralelamente bien dispuestas.
Ni rastro del incidente. Por
lo visto, los retoques fotográficos
maquillan hasta las piernas.
Los contenidos del artículo publicado, gozaron
del mismo trato.
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