Secreto entre hermanas (Parte I: Marina y Fedra, 2005-2006) (1)

Un día más nos dirigimos a trabajar a las oficinas de Paolo&Giovanni. Formábamos parte del equipo de personal de limpieza. Teníamos un contrato a tiempo parcial, y un horario poco apetecible: de seis a nueve de la mañana y de tres a cinco de la tarde. Los quinientos euros que ganábamos cada una, no nos daban para caprichos, pero al menos podíamos tirar adelante y pagar el alquiler. Aquella era una empresa de moda de alto copete, de las que organizan pasarelas cada temporada en una grandiosa sala llena de periodistas y fotógrafos de todas las nacionalidades. Las paredes estaban llenas de fotografías de modelos espectaculares luciendo vestidos glamurosos. Cuando me fijaba en ellas, no podía evitar sentir una punzada de envidia. Mi hermana Fedra era mucho más guapa que aquellas chicas y, sin embargo, aquí estaba, conmigo, limpiando retretes y vaciando papeleras.

           Mientras caminábamos en silencio, repasé mentalmente nuestra vida desde la muerte de nuestro padre. Yo con diecinueve años, Fedra con catorce. Ya habían pasado cinco años desde entonces. El jefe de policía y la asistenta social se portaron muy bien con nosotras. Lograron hacer el papeleo necesario para que Fedra se quedara conmigo y no tuviera que ir a ninguna familia de acogida. Sabían que quería irme lejos de aquella población y borrar de mi mente toda aquella etapa de mi vida, así que me hicieron prometer que seguiríamos viviendo allí al menos dos años más, era una forma como otra de tenernos vigiladas. Yo tenía trabajo de camarera en el restaurante de la carretera, fui contratada con dieciséis años y los dueños me apreciaban mucho. Con mi sueldo podía mantenernos a las dos. Además, resultó que mi padre tenía dinero ahorrado en una cuenta bancaria. Una vez pasaran los dos años de «libertad vigilada», con aquel dinero, empezaríamos una nueva etapa. Y aquí estábamos, desde hacía tres años, en una gran ciudad llena de desconocidos, con un nuevo futuro frente a nosotras.

           Nuestra madre murió cuando yo cumplí doce años. La alegría de mi vida se apagó aquel mismo día. Acababa de tener mi primera menstruación y necesitaba que ella me explicara muchas cosas. Necesitaba seguir siendo niña: su niña. Solo me quedó un padre borracho y una hermana pequeña que cuidar. Dicen que murió de un infarto tras una acalorada pelea con mi padre. El día de su entierro, creo que fue el único día que vi a mi padre sobrio, con una sombra de culpabilidad reflejada en el rostro, pero sin derramar una lágrima. Los días siguientes a su muerte, él casi no estuvo en casa: llegaba tarde, comía algo, se acostaba un poco y luego, de madrugada, se marchaba. Era como si no existiésemos. No nos quería, tan solo éramos un estorbo para él. El primer día que nos levantamos y vi que no había leche ni en la nevera ni en el armario, decidí que debía poner remedio a aquella situación. Desayunamos unos cereales caducados que encontré en algún lugar de la cocina. Le dejé una nota en la mesa pidiéndole dinero para hacer la compra. Al levantarme, encontré dinero en el cenicero y una nota pidiéndome el justificante de cada céntimo que gastara. Así pasó mi vida a lo largo de los dos años siguientes. Yo hice de padre, de madre y de hermana. Ponía el despertador, hacía la compra, la comida, lavaba la ropa, planchaba, limpiaba la casa y me ocupaba de mi hermana. Íbamos juntas al colegio, pero ninguna de las dos éramos buenas estudiantes. Mi interés por el estudio se limitaba a terminar con todo aprobado para poder encontrar un trabajo cuanto antes y escaparme con mi hermana.

           Un día, cuando acababa de cumplir los catorce, llegó más borracho de lo normal, acompañado de un mastodonte que no estaba tan bebido como él. Se sentaron en el salón y empezaron a jugar a las cartas apostando dinero. Sus voces se oían en toda la casa y temí que fueran a despertar a mi hermana. No estaba dispuesta a consentirlo. Sin pensarlo, me acerqué a llamarles la atención y les levanté la voz para que me hiciesen caso. ¡Y vaya si me lo hicieron! La siguiente apuesta de mi padre fui yo. Los ojos de aquel energúmeno calvo casi salieron de sus órbitas cuando me vieron con aquel camisón corto de color blanco inmaculado. Quince minutos después, una mole grasienta y sudorosa arremetía contra mí en la cama de mis padres. Mi padre, borracho como una cuba, dormía plácidamente en el sofá. Cuando el ganador acabó de satisfacer sus instintos carnales, me tiró encima cincuenta euros y me dijo que no había estado mal, sin duda le pediría a mi padre más servicios de esos en próximas ocasiones. Me quedé llorando, sin poder entender por qué había pasado aquello. Después de ducharme con rabia, volví a nuestra habitación, Fedra dormía tranquila, ajena a todo lo que había sucedido. Una furia incontrolada me invadió de repente pensando que aquello pudiese tocarle a ella. Iba a protegerla de aquella barbarie costara lo que costara. Se acabaron mis lágrimas, sería fuerte. Aquella fue una de las pocas veces que he llorado en esta vida. Supongo que dejé secos mis lagrimales para siempre o, al menos, para muchísimo tiempo.

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